A acocote nuevo, tlachiquero viejo: la desgracia del futbol (2 de 4)

Cultura en texto y contexto

Desde el punto de vista filosófico, el deporte puede ser considerado como un movimiento a favor de la paz y se hace acreedor del más alto reconocimiento. El deporte –muchos de sus voceros lo han sostenido– es difusor de un espíritu idealista, de un entendimiento y comprensión entre los pueblos. Si se nos permite la exageración, hasta podríamos asegurar que su fin ético y moral es conseguir la paz y los acuerdos sin derramamiento de sangre.

No obstante, debemos hacer una pausa: ni todas las guerras son lícitas ni todo deporte está exento de enfrentamientos que desemboquen en derramamientos de sangre y desencuentros. Y si el deporte apela a ceñirse a su modelo cabría preguntarse si no hay ciertas variables en la ecuación. Esas variables matemáticas somos justamente los seres humanos. Y baste para ello un ejemplo: en Europa los campos de fútbol no tienen a su alrededor vallas de contención, ya que no son necesarias: el público no precisa de inhibidores y aceptan –gracias a su formación cultural– su papel de testigos hasta cierto punto pasivos de la gesta deportiva. En contraste, tanto en México como en Latinoamérica no sólo son necesarias las vallas sino la vigilancia de la fuerza pública a fin de evitar la participación del público en un acto que eventualmente conduzca a una confrontación física… sin reglas preestablecidas. (El pretender alterar estas variables, como ya se ha dado el caso recientemente al retirar las mallas ciclónicas en dos estadios de fútbol mexicano, implicaría crear nuevas ecuaciones que merecen otro espacio de reflexión).

Tomás de Aquino nos presenta el concepto de “guerra justa” en su Summa Theologiae. Nos dice que la guerra puede ser lícita si existe el derecho de autodefensa o de legítima defensa contra el enemigo exterior cuando se ataca injustamente a un pueblo. Si se niega este derecho de legítima defensa se robustece al agresor y se pone en peligro la paz de los pueblos. 

Muchos estarían de acuerdo si sostenemos con ligereza que los juegos olímpicos serían, hoy en día, la clase de certamen internacional que representaría una ‘guerra justa y moderna’. Sin embargo ¿Cuál es su real objetivo? Si respondemos que motivar la práctica deportiva caeremos en un error, ya que no podemos obviar su carácter competitivo.  Es muy fácil maridar los conceptos ‘deporte’ y ‘actividad física’ (o fitness, como ya muchos le dicen).  Los gobiernos mexicanos nos han recetado la misma falacia desde que este tipo de competencias existen. Su mejor argumento y casi nunca rebatido ha sido: “lo principal no es ganar, sino competir”. 

Reflexionemos un poco sobre esta tesis. Si lo importante no es ganar, entonces, ¿para qué someterse a un proceso competitivo? ¿Es necesario que nuestro país participe en los juegos? Mejor aún: ¿es lícito? Si se tratase de una guerra lícita, o guerra moderna, ¿habría injusticias verdaderas, y de gravedad, si no participásemos? Para rematar: ¿por qué las escuelas públicas no cuentan con un sistema de promoción de los deportes olímpicos?

Con base en lo anterior podemos sostener que el deporte no persigue fines inocentes, como la promoción de la práctica física. El deporte, actualmente, no es ya un mero entretenimiento. Ya no importa el acto deportivo en sí sino la vanidad que nos caracteriza como seres humanos y que es, por cierto, el pecado favorito del diablo. Seguiremos la próxima semana.

TAR