Bemol sostenido. Mineralia sonora

Ágata, aguamarina, alejandrita, ámbar, cuarzo, fluorita, granate, hematita, jade, kunzita, labradorita, lapislázuli, malaquita, ojo de tigre, perla, pirita, shungita, topacio, turquesa, turmalina, unaquita y zircón. Todas son gemas, sí, pero no piedras preciosas, lectora, lector. Esas nada más son cinco: diamante, esmeralda, rubí, zafiro y amatista (aunque a esta última muchos la desconsideran). Todas ostentando nombres bellos, juguetones o provocadores, tanto como los objetos que procuran gobernar.

Solitarias. Concentradas. Pacientes. Imparables. Nunca silenciosas. Al ser descubiertas ‒por extirpación o accidente‒ las piedras entonan tinturas soñadas durante la terrosa noche minada. En ella van naciendo, creciendo, pergeñándose a un tiempo incomprensible, incompatible con nuestra brevísima ambición. Allí aguardan (¿o rehúyen?) el encuentro de palas, picos y maquinarias. Suman elementos y condiciones para el nido perfecto. Labran un camino irrepetible en su composición,

forma, dureza, color, brillo y sonido. Porque sí. Las piedras cantan. Elevan composiciones deliradas por la física y la química, en grupos o a solas, igual que hacen las miríadas inorgánicas del coro sumergido.

Idiófonos, estridentes como el oro o silbando por lo bajo como el grafito, hay ese conjunto que armoniza en diferente estrato de materia: pirrotina, yeso rojo, crisocola, limonita y serpentina; magnetita, obsidiana, galena, cinabrio y aragonito; calcedonia, ortosa, sepiolita, talco y piedra sol; yeso espejuelo, rubelita, plata, cianita y azurita; biotita, selenita, crisotilo, calcita y arsenopirita. ¿Conoce cómo se ve o suena alguna de ellas? Puede saberlo pronto si hace lo que nosotros.

En madrugada visitamos canales de coleccionistas y cazadores de minerales. Distraemos el insomnio con cortes de sierra mojada, escisiones que develan centros acristalados y caprichosas bandas. Gracias a los carniceros de piedras escuchamos el grito de los surcos duros. Vemos el crujir de superficies irregulares, disfraces

burdos  para el brillo que se muestra bajo la violencia del martillo. Cilindrita, eudialita, jamesonita, thenardita, pezzotaita, sanidina, clinoclasa, amesita, zafirina, bixbyita. Las más raras. Granate, espectrolita, fluorita, elbaita, ópalo, goethita (llamada así en honor al novelista y naturalista alemán Goethe) y ammolita (que conecta

con el mundo de los fósiles). Las más iridiscentes.

Dicho ello, hoy preferimos darnos de cabeza con las fonolitas, esas rocas volcánicas de grano fino y naturaleza alcalina capaces de emitir sonidos campaniles tras golpearlas con otra piedra. ¿Musical Stone, Bell Rock Range, Ringing Rocks, Cerro de la Campana (Hermosillo), Cerro de las Campanas (Querétaro)?

Son nombres de lugares ocupados por estas piedras que cantan conquistando la distancia, mas no por badajos chocando en bocas de religión metálica y moldeada.

“La fonolita es una rara roca ígnea volcánica (extrusiva) de composición intermedia (entre félsicos y máficos), con texturas entre afaníticas y porfídicas”. Dice Wikipedia. No comprendemos nada, pero al instrumento musical creado con esa y otras rocas se le conoce como litófono. Hay antecedentes de su uso en el Neolítico y en la dinastía Shang de China, hace más de tres mil años, así como en diferentes partes de Vietnam. Stonehenge, el misterioso centro ceremonial del Reino Unido, también está bajo sospecha de ser un gran instrumento musical utilizado para ritos y llamadas sonorosas. En el Museo Metropolitano de Nueva York está el Rock Armonicum, un xilófono pétreo creado en 1880.

En fin, que todo suena si se golpea pero pocas veces devuelve un timbre tan primigenio como el de las piedras. No importa su valor o su rareza, cuando se multiplica en choque expulsa el murmullo de agua ‒su vieja condición de magma‒, un eco en que implotan multicolores fiestas. 

Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.

@Escribajista