Breve historia de un exterminio (II y última)

Cinexcusas

De cuando definir con precisión es esencial

Se dijo aquí hace ocho días, se sostiene y se reitera: “nadie con un mínimo de decencia puede negar que [lo que está sucediendo en la Franja de Gaza] es una guerra de exterminio, un genocidio en toda regla”, y como el género documental debe caracterizarse por la más irrestricta fidelidad al hecho real que está contando, conviene que la precisión comience desde el título. Por eso la obra más reciente de Rafael Rangel se llama Gaza, la franja del exterminio: aquí no puede hablarse de “conflicto armado”; lo fue quizá muy al principio, hace tres cuartos de siglo, pero hace mucho dejó de ser pertinente referirse a una “disputa por el territorio”, pues no hay tal cuando una de las partes opera bajo la (i)lógica de la invasión y el arrasamiento humano del “contrario” que, en estricto sentido, no debiera serlo porque a su vez no quiere de un oponente por completo artificioso nada sino que se vaya de donde nunca debió aposentarse y que lo deje en paz –y también, claro, que repare los incontables daños que ha causado, cuando menos los de carácter material porque los otros, los humanos, no habrá de perdonarlos ni Jehová.

De cuando coinciden lo urgente y lo importante

Ir hasta allá. Dejar para después proyectos varios y acercarse tanto como sea posible a donde el exterminio sucede en tiempo real. Llegar a Rafah, donde los contactos previamente establecidos, gente que ha crecido y reside en el lugar, está viviendo en carne y sangre propias la sinrazón y el despropósito que les mutila al padre, les asesina a la madre, les arranca a los hermanos, los abuelos, la familia entera y, con ella, el pedazo de tierra donde habían vivido, los muros y los techos que los guarecieron, la calle que transitaron desde niños, la escuela donde aprendían a conocer el mundo.

Hacer el registro del horror: ir caminando una avenida donde autos, motos y bicicletas llevan, traen; donde transeúntes atienden sus asuntos hasta que una bomba silenciosa, enviada desde kilómetros de distancia, estalla y se lo lleva todo con su fuego criminal. Mantener la cámara en el hombro, en las manos, aunque la imagen sólo ofrezca una nube densa y ominosa de polvo tras la cual, cuando se aplaque, sólo quedarán fragmentos y fragmentos: de edificios y personas bajo los escombros, muertas unas, agonizantes otras; unas rescatadas, otras que sólo habrán de recibir un rezo para que su alma pueda reposar. Hablar con los damnificados, las víctimas del exterminio y, entre ellas, con los niños; son quienes mejor resumen el horror de ser las nuevas víctimas de quienes ahora victimizan, absurdamente amparados en que alguna vez ellos también lo fueron: “los israelíes son malos, porque mataron a mis padres…”; “extraño mis juguetes y mi escuela…”; “estoy aquí en la calle porque una bomba destruyó mi casa y mató a toda mi familia”; “dime que esto no es verdad, que estoy soñando…”

De cuando una especie se demuestra a sí misma su derrota

Cuarenta y dos años atrás, en Sabra y Shatila, en Líbano, hubo un genocidio; las víctimas fueron, como hoy, los palestinos. La ONU de aquel entonces condenó los hechos, denunció que el responsable de aquellas matanzas fue el Estado de Israel y llamó a cada cosa por su nombre a diferencia de hoy que, salvo bizantinismos tan exasperantes como inanes, cuando mucho deja caer desde lo alto cajas con insuficientes alimentos y regatea incluso una simple declaración unánime que quizá –sólo quizá– ayudaría un poco a detener el exterminio, la barbarie que el Estado de Israel comete en este mismo instante. Ni la solidaridad de un puñado de países, ni los pocos hechos concretos en que se manifiestan, alcanzan para disipar la sensación de que en Gaza se patentiza un grave síntoma de la derrota de nuestra especie.

Aunque tal vez no todo esté perdido: en medio del infinito horror, en una playa, una muchacha palestina de dieciséis años canta con dulzura y da esperanza.