El acuerdo de integridad electoral a prueba

Observatorio Electoral

Apenas el 18 de enero pasado todas las autoridades comiciales, federales y locales, los partidos políticos con registro y el gobierno estatal firmaron, en la sede del IEEM, un acuerdo para garantizar la integridad del actual proceso electoral, a través del cual se renovará la gubernatura del Estado de México. Ese mismo día se conoció, a través de la prensa, que el PRI denunciaría la censura que había recibido la propaganda de su precandidata, Alejandra del Moral, por parte de autoridades municipales emanadas de Morena.

El 23 de enero, los representantes de las coaliciones encabezadas por el PRI y Morena, se enfrascaron en un agrio debate, en una sesión del consejo general del IEEM, por el cobro de los “diezmos” morenistas en el ayuntamiento de Texcoco. Dos días después, Morena cuestionó la legalidad del Salario Rosa del gobierno estatal. Apenas el sábado pasado su precandidata, Delfina Gómez, anunció golpes bajos del PRI en su contra. Además, pidió al gobernador del estado que respetara el acuerdo recién firmado y no interviniera en el proceso electoral.

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Con estos elementos es posible suponer que el mencionado acuerdo de integridad electoral ha nacido muerto. Esto es así porque el contexto en que nació no fue favorable para su desarrollo. La entidad mexiquense es tristemente célebre por sus malas prácticas electorales, tanto de autoridades comiciales, como de contendientes políticos. Los abusos de los gobernantes han sido una constante en su historia. Por eso lo más probable es que ese acuerdo no pase de ser un acto para la fotografía de sus protagonistas.

Un acuerdo de ese tipo no puede acabar de golpe con la costumbre de ver a las elecciones como un asunto de Estado. Es una tradición muy arraigada en suelo mexiquense. Viene al menos desde 1925, en que Filiberto Gómez fundó el Partido Socialista del Trabajo del Estado de México. Continuó con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (1929) y se consolidó con su refundación como Partido de la Revolución Mexicana (1938) y como PRI (1946). Todos los gobernadores emanados de esas elecciones han sido producto de esas prácticas y no de la voluntad popular expresada en las urnas.

En todos los comicios realizados hasta 1996 los gobiernos mexiquenses impusieron su voluntad en la Comisión Estatal Electoral. A partir de entonces, se las han arreglado para mantener el control de IEEM, formalmente autónomo, pero realmente subordinado al poder ejecutivo. De esta manera han logrado imponer al candidato del PRI en todas las contiendas por la gubernatura, destinando para ello grandes recursos públicos y privados, incluso ilícitos. ¿Por qué habría de ser diferente ahora que se firmó un acuerdo de integridad electoral, si antes se firmaron otros que también fueron ignorados?

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Todo indica que las violaciones a ese acuerdo y a la legislación electoral serán constantes. Los partidos y contendientes seguirán aplicando aquella frase de que “en la guerra y en el amor todo se vale”, porque consideran a la política como una forma “civilizada” de la primera. La firma de ese acuerdo no impedirá la guerra sucia o el uso clientelar de los programas sociales. Este tipo de prácticas solo pueden ser frenadas por autoridades que apliquen la ley, no que sumen promesas de respeto a la legalidad. Los acuerdos son importantes, pero insuficientes para organizar elecciones íntegras. Si no quiere verse rebasado de nuevo, el árbitro electoral tendrá que abandonar su rol contemplativo.