El alma de los muertos

Duele decirlo: México es uno de los países donde más ambientalistas son asesinados. Sin embargo, conviene hacer varias puntualizaciones que den contexto y, así sea de manera aproximada, expliquen las razones de esa realidad vergonzante y preocupante. La primera es una obviedad que, como suele suceder, se pasa por alto precisamente por serlo: el nuestro es un territorio de riqueza natural extraordinaria, que lo convierte en objeto del deseo lo mismo de la delincuencia convencional que de la conocida como “organizada”, pero no menos que la de cuello blanco. En cuestiones de medio ambiente, tan criminal es el solitario talamontes clandestino que de madrugada tumba oyameles en un bosque, que el dueño del minero Grupo México o los extranjeros asociados con nacionales que sacan de la Riviera Maya material de construcción para venderlo en Estados Unidos.

Asimismo, hay de ambientalistas a ambientalistas: no es igual el oportunismo politiquero de la fresada que se agrupa bajo el membrete Sélvame del Tren, de aguda vista en ciertos asuntos y ceguera total en ciertos otros, que las comunidades ejidales organizadas para defender sus territorios de la depredación, que siempre les llega de fuera y lo único que busca son ganancias monetarias, bien o mal habidas no es importante para los saqueadores.

Entre unos y otros, pleno de insuficiencias, claramente rebasado, sume usted a cuanto organismo gubernamental tiene como razón de ser la conservación, preservación y cuidado de los recursos naturales de la nación, recursos que es preciso defender lo mismo de sus depredadores naturales –verbigracia incendios no provocados– que de los citados criminales.

A otra cosa, mariposa

La naturaleza del problema es tal que, de manera inevitable, trasciende el tema estrictamente ecológico para pisar de lleno ámbitos públicos como el político, el económico y el policíaco/criminal, hasta formar una madeja inextricable. También inevitablemente, una visión de conjunto corre el riesgo de concentrarse en uno de los hilos en perjuicio del resto, y es preciso un gran esfuerzo por lograr un equilibrio siempre esquivo.

Aunque sea de panzazo y por momentos, el mexicano-estadunidense Emiliano Ruprah de Fina logra dicho equilibrio en el largodocumental El guardián de las monarcas (2024), producido por Península Films Entertainment para la plataforma Netflix. Ruprah de Fina ha trabajado para National Geographic y Discovery temas similares, condición que haría de él dos cosas: un cineasta especialista en temas ambientales, si cabe la figura, pero también uno que no necesariamente ha de tirarse a fondo en la investigación previa y la ejecución de sus películas, en razón de que las ventanas exhibidoras de su trabajo tampoco necesariamente se distinguen por realizar y difundir un periodismo cinematográfico –que tal cosa sería este Guardián…– verdadero pisador de callos.

Armado en torno a la figura de Homero Gómez González, ambientalista defensor del Santuario de la Mariposa Monarca en Michoacán, su desaparición y muerte, los sinsentidos de la pesquisa policíaca, los posibles vínculos de políticos locales en un crimen disfrazado de accidente, El guardián de las monarcas cuenta entre sus virtudes tener un punto de vista que privilegia la importancia de Gómez González y su labor desde abajo, continuada por su comunidad, incluyendo a su hijo, y entre sus defectos cabe apuntar una intención de preciosismo icónico que se antoja fuera de lugar y, dada la naturaleza denunciante del documental, una investigación insuficiente que deja todo abierto a la especulación, de tal manera que la obvia toma de postura en favor del ambientalismo y quienes lo practican de-a-deveras queda mellada por una lamentable sensación de superficialidad.

No debería, pero El guardián… quedó tan láigt y tan edulcorado que es de esas películas que el espectador ve, se dice a sí mismo algo tipo “qué mal, qué triste, pero qué bonitas las monarcas”, y a otra cosa, mariposa…