El Tianguis Cultural de El Chopo se ha multiplicado. Sus raíces, nacidas en los resquicios del Museo Universitario del Chopo el 4 de octubre de 1980, germinaron en el asfalto capitalino y ahora florecen más allá de Buenavista. No es un traslado. Es una ramificación. Un gesto de expansión que reta al centralismo cultural.
Cada sábado, este espacio que alguna vez fue un experimento del museo universitario —idea de Guillermo Briseño y mucha banda entusiasta—, se transforma en una arteria viva donde confluyen tribus urbanas, buscadores de vinilos, coleccionistas de memorias y quienes aún creen que la resistencia puede vestirse de negro. El Chopo nunca fue sólo un mercado: es un archivo ambulante del underground, una casa sin muros para las identidades disidentes.
Ahora que llega a Tlalnepantla, en el corazón de San Juan Ixhuatepec, no lleva un eco desvaído, sino toda la potencia de su historia. Es un gesto político y cultural. Un acto que dice: la contracultura no se acota a las fronteras del Centro Histórico. Porque el deseo de comunidad, de música sin concesiones, existe también en los márgenes.
Este tianguis ha resistido mudanzas forzadas, hostilidad institucional y estigmas sociales. Pasó de su sede inicial a la colonia Santa María la Ribera, recorrió estacionamientos, facultades y quioscos hasta que en 1987 se instaló en la calle de Juan Aldama, junto a la Biblioteca Vasconcelos. Desde entonces, ha sido punto de reunión para generaciones que no se han sentido representadas por la cultura oficial.
Reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Ciudad de México, no necesariamente garantiza su permanencia, pero sí una afirmación de que lo marginal también forma parte de la memoria colectiva. El tianguis representa una ciudad dentro de la ciudad, una urbe diversa y contracultural.
Las nuevas sedes itinerantes, como esta de Tlalnepantla, son prolongaciones de una misma pulsión: compartir, resistir, reconfigurar lo común. Porque entre puestos de ropa, libros, discos, fanzines y tacos con pulque, se forjan vínculos más sólidos que los de cualquier exposición institucional.
No sorprende que también participe en espacios como el Festival Vive Latino. Si se le ve en otros rincones es porque hay más oídos dispuestos, más jóvenes buscando una primera guitarra o una canción que les dé nombre.
Las palabras de la secretaria de Cultura, Claudia Curiel, evocan su espíritu: el primer y único tianguis independiente. Allí donde se escuchó blues, jazz, y luego rock, punk, ska. Allí donde la calle se convirtió en escenario.
El Chopo no sólo persiste. Se expande. Y en esa expansión late la posibilidad de una ciudad más amplia, más plural, más justa. Este 18 de mayo, cuando las bandas locales tomen el Parque Hidalgo, no será una exportación de cultura, sino una siembra. Porque cada nuevo territorio que pisa El Chopo se convierte también en tierra fértil para la rebeldía.
No se trata de nostalgia. Es necesidad (o la necedad propia del rocanrol). Mientras haya alguien que siga armando un tocadiscos callejero, El Chopo seguirá multiplicando su grito. Porque algunas revoluciones, más que proclamarse, se escuchan. Y otras, simplemente, se bailan.
Reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Ciudad de México, no necesariamente garantiza su permanencia, pero sí una afirmación de que lo marginal también forma parte de la memoria colectiva.
PAT
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