El río y el Jaguar; ¿Qué nos marca, hermano mío manchado de volcánica lava?

Hermann Bellinghausen

¿Qué nos marca, hermano mío manchado de volcánica lava? Miré al cielo y vi en la luna un jaguar rodeado de estrellas. Miré al piso y vi una huella que sólo podía ser suya. Grande, unos dos metros de ancho y largo. La roca gigante de Yokib’ (o Piedras Negras, del lado de Guatemala), la puerta grande del inframundo pasó por aquí recientemente y plasmó su pezuña sigilosa.

Su poder impone, y me atrevo a admitir que asusta. Si los pobladores de aquel entonces, un milenio atrás, lo divinizaron, algo le habrán visto mejor que nosotros.


Esa pelambre de carbón y fuego repartida por todo el cuerpo, viva en una danza inaudita, fina, segura como gato en la azotea, inmenso gato grácil que domina la hostilidad de la selva. A su paso los seres terrestres callan, los reptiles se enroscan y aguardan, los roedores le temen más que al hombre.

Sólo las aves permanecen impávidas. Me las entiendo con el canto alterado del momoto de garganta azul, “cut-cut-cut” para percusión y flauta. Los tsotsiles lo llaman vuk pik’, el siete cantos. Los tseltales, xkul.

Símbolos en el lenguaje ancestral


Con una tonada de otro color se impone entonces el clarín jilguero, o sian, el de nueve cantos, y prefiere pasar el día en la espesura, no en el aire abierto sino entre ramas. El jaguar le pasa cerca, pero sus atmósferas no se tocan. Ya quisiera ver así a los tucanes, pero esos son tan frívolos como cobardes y huyen, aunque al menos en color superan al felino rondante, sus tonalidades son un arcoíris firme, un muestrario cromático, una exageración especialmente atrevida de la naturaleza.


Ay el jaguar que viene tragándose el aire con ese hocico negro, lo destazan sus colmillos blancos, lo único blanco en este universo sin bordes precisos que explota verdes manchados de los rojos florales y los troncos azules de los otros hongos, los de mano gruesa, los de larga vida que terminan convertidos en piedra.


El jaguar todo lo merodea, el espacio le obedece y su mirada hipnotiza al conejo, al coatí, al tepezcuintle correlón. Sabe nadar y pescar, puede hacer frente a los cocodrilos en las riberas de los ríos del Usumacinta. Si un jaguar anda cerca, no hay saraguato que aúlle ni emita su engañoso rugido que finge estirpe de león.

El jaguar encarna la verdad, es su portador, representa una suerte de justicia divina que explica los murales, los códices, las esculturas en roca, los relieves en las estelas, la graciosa alfarería de los reinos mayas desvanecidos hace mil años.

Los sobrevive el jaguar, la verdad del futuro. Reina en los vestigios y en las densas florestas rodeadas de agua en la piedra. El jaguar gobierna día y noche, pero no impide que un carpintero inicie labores unos metros arriba y llene con su canto de madera el hueco que su cincel hace al cabo impertérrito.

El jaguar no se está quieto, danzan sus manchas en el mapa de fuego que es su cuerpo. Acecha. Sólo acecha. No a otra cosa, vino a este mundo a acechar, a enseñarnos sigilo y a darle un uso geométrico a la fuerza. Los guerreros y los cazadores anhelan matar al jaguar, pero no es bueno para ellos, tendrán un final violento y por la espalda. El jaguar asesinado siempre encuentra una flecha para su venganza, un cuchillo, un veneno, una bala.

Civilización y jaguares


Con un cierto grado de atención distraída me he interesado en las representaciones y usos múltiples del jaguar en el llamado arte precolombino, y creo que nunca fue mejor y más real y cercanamente retratado que entre los mayas del período clásico (250-900 dC) que debieron vivir, en su tiempo de esplendor urbano, rodeados de jaguares, por decir lo menos.

Los olmecas habían disputado vida y territorio con el felino en las selvas del golfo, pero nunca como entonces compartieron espacio, o se lo dividieron, dos especies animales tan distintas como el humano y esa enorme versión de gato elástico hermosamente moteado.

Aun sus representaciones que sobreviven en la piedra son verídicas cuando retratan alguna metamorfosis mágica, como el jaguar iguana de Cotzumalguapa, el jaguar gigante cuya pezuña queda en Yokib’, los asomos en el Yaxchilán de las estelas, en los fastos murales de Bonampak, en el alma misma de Tikal, donde el rey Jasaw Chan K’awiil erigió la plaza, el templo y la tumba faraónica del Gran Jaguar tras vencer finalmente al señorío de la Serpiente de Calakmul, su eterno rival.

Si un jaguar anda cerca, no hay saraguato que aúlle ni emita su engañoso rugido que finge estirpe de león.


Los mayas clásicos lo trasladaron al agua, mitad pez o serpiente. Así fue como aprendió a sorprender a los cocodrilos en su siesta y honró a los señores de Lakamhá.


Ni el mono inteligente y humanoide dio para tanta y tan buena cosecha de quimeras: el jaguar serpiente, el que vuela, el que viste a los guerreros más temibles, el que deviene lo que devora y sueña siempre en conocer la carne de águila, pero la selva es tan espesa que las águilas la visitan sólo donde los jaguares no se atreven.


En mi experiencia, el jaguar es más un ser sediento que hambriento. Como yo. Y por fortuna. Me he visto a salvo de su apetito y siempre, qué extraño, objeto de su curiosidad. Qué gato más gato es ése, tan fuerte, tan pesado no obstante su levedad en movimiento perpetuo.

Ni el ocelote, ni el tigrillo, ni el jaguarundi, ni el lince, ni el puma; es el único felino de la selva que merece la estatua de piedra, el altorrelieve, la representación indeleble de sus dotes prestidigitadoras en escalinatas y monumentos que son lo que perdura de aquella edad única del Clásico, cuando una civilización humana vivió literalmente rodeada por esa bestia sagrada que daba nombre a las dinastías más heroicas.


No quedan muebles, documentos ni juguetes, casi ni huesos. Los devoró la selva durante mil cien años y hasta más, aquí donde la podredumbre está en todo, es rápida y pronto se convierte en tierra o planta. ¿Qué le dura a la materia mil cien años de olvido y regeneración incesante? Pero además de unos cuantos reyes extinguidos con sus cortes, víctimas y verdugos, se fijan en la piedra como jeroglíficos nítidos de un no sé cuándo. Quedan utensilios y dioses líticos, máscaras de jade, ajorcas vacías, tumbas sin cadáver. Además de todo eso sobreviven las mil páginas de piedra del jaguar manifestado.


Más que una divinidad, era el otro ser vivo con el que se compartía el mundo. Donde el jaguar reinaba no vivían los hombres, y mucho menos las mujeres, presas míticas de la bestia y en ocasiones preñadas por ella con resultados funestos o maravillosos.


A despecho de la idea que asocia a este felino con la sangre, su hedor y espanto, los verdaderos aromas que alumbra sus pasos y saltan con él a lo largo y hondo de la selva son frutales, de vainas, pulpas y zapotes que no tienen nombre pero aroman, y las flores y las hojas vibrantes que pisoteadas se subliman un instante perfumando la pezuña atroz del jaguar que ronda, embriagado por lo que inhala, lo que más acá de las maderas respira simultánea y densa la selva hipnotizada donde huele a sangre, donde la sangre duele y se disipa como gas noble en la atmósfera sitiada por una totalidad orgánica que no reposa, que vive y muere sin descanso.


Aunque me fallan los detalles de la memoria y por eso los callo, sé que mis encuentros con la bestia olían a fruta y hoja triturada y podredumbre dulzona. Los olores por algún motivo se conservan y casi pueden tocar las fibras de mi conciencia. Tangible, verosímil, vívido. Quizás nunca estuvimos tan cerca como la última vez, pero el jaguar no podía alcanzarme, en caso de pretenderlo. Me salvaba nuevamente un río, aunque en esa ocasión no era un abismo ni frontera sino el camino.

También puedes leer: Cine de Día de Muertos: Macario 1960

Primera visita al río Tzendales


De todos los ríos que conozco sólo en uno, las dos veces que lo he navegado, supe que era un río virgen, intacto de la mano del hombre. La primera ocasión que lo remonté, cronológicamente a caballo entre los dos siglos, escuché de un lanchero el comentario este río si de algo puede estar contaminado es de excremento de jaguar.

Con el tiempo llegué a creer que era un recuerdo inventado, o peor, que la frase era mía, pero no. Aquel lanchero, curiosamente chinanteco, siendo aquella la selva maya en sus entrañas mismas, eso dijo. Y también que nunca había visto un jaguar, pero que algún día. Era poblador de un asentamiento ribereño del Lacantún fundado por colonos que venían de la Chinantla oaxaqueña en los años setenta, cuando el gobierno abrió a la colonización el confín de la Lacandona y llegó gente de todo el país a ocupar la tierra. Él era nacido aquí.


Cruzamos el Lacantún hasta la boca del deslucido río San Pedro, de aguas bajas e inconstantes. A la izquierda, con mayor caudal, el ancho Tzendales bien merecía un paseo. Íbamos en grupo familiar. Nadamos, pisamos alguna playa. Surcamos algunos rápidos hasta llegar a una caída de agua más salvaje. Hasta ahí el paseo pactado. Me prometí volver otro día. (Continuará.)

Escrito por Hermann Bellinghausen

Te puede interesar: Aura Ayar; Una novela de la crisis económica y familiar de los 90s

DB