Gabriel García Márquez: memoria, imaginación y realismo puro

La presente entrevista –hasta hoy inédita en español– con el célebre narrador, guionista y periodista colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-CDMX, 2014), Premio Nobel de Literatura en 1982, ocurrió en 1987, dos años después de la aparición de la novela ‘El amor en los tiempos del cólera’. En esta conversación, el narrador habla de infinidad de temas: las influencias literarias, los métodos de escritura, la muerte, la política, el amor, los hábitos más sencillos y el universo personal que conforman sus narraciones.

Señor Márquez, alguna vez usted dijo: “Nunca podría escribir un libro partiendo de una idea. Siempre avanzo a partir de una imagen, de una emoción.”

–Es verdad, siempre fue una imagen la que dio comienzo a todos mis libros. Una imagen que duró años, alrededor de la cual, lentamente –un poco como las incrustaciones de los barcos–, se fue formando toda la historia. Al principio siempre hay una imagen. Si no se produce una imagen, no visualizo la historia.

Oiga, pero ¿usted acepta la definición de escritor del realismo mágico? ¿Le gusta?

–No. Lo que no acepto es la definición de realismo mágico. Soy un realista puro. El hecho es que la realidad del Caribe, la realidad de América Latina en general y la realidad en la que yo creo comúnmente, es mucho más mágica de lo que podemos concebir. Todavía estamos demasiado influenciados por Descartes.

Comprendo. Y, por otro lado, si usted tuviera que definirse, ¿cómo se definiría un realista?

–Un realista. Un realista triste.

¿Triste? ¿Por qué triste?

–Nosotros, los caribeños, tenemos fama de ser personas muy abiertas y alegres. En cambio, somos el pueblo más cerrado, hermético y triste que existe.

Sin embargo, notamos que en su obra está muy presente el papel de los símbolos y la relación entre lo fantástico y la realidad, ¿a qué se debe?

–Tengo la impresión de que detrás de la realidad inmediata –la que percibimos– hay otra realidad que sólo la intuición poética puede captar, y, entonces, es ésta la que se revela como fantástica en el libro.

Oiga, se dice que cuando usted escribe se pone un overol de mecánico, ¿es verdad?

–Sí, es simplemente porque es mucho más cómodo. Uno se levanta por la mañana, se sube el cierre y está listo para trabajar. Porque fíjate que yo estudié en un internado muy estricto, nos despertaban a las cinco de la mañana, nos bañaban en el patio rociándonos con agua fría, y para entrar a la clase teníamos que estar vestidos con traje y corbata. De modo que me quedé con el hábito de no poder trabajar si antes no estaba completamente vestido y afeitado. Entonces, lo más rápido es ponerse un traje. Un traje que no tiene absolutamente nada que ver con todos los símbolos e interpretaciones que querían darle.

Antes de que incursionemos en su mundo poético, quisiera que hablemos de su escritura desde un punto de vista técnico, por ejemplo, ¿escribe todos los días, por la mañana, por la noche, o cuando le apetece? Es decir, ¿es habitual o irregular?

–Escribo todos los días, siempre a la misma hora. Me levanto a las seis cada mañana y dedico dos horas a leer. Lo hago a esa hora, porque con todos los compromisos que tengo no podría encontrar otro espacio libre durante el resto del día. A las nueve de la mañana me siento delante de la máquina de escribir hasta las dos de la tarde. Tiene que ser así todos los días, sea cual sea el día de la semana. En otras palabras, mis semanas no tienen domingo. Y, aparte de esta circunstancia, prácticamente no existe ninguna otra. Pero, cuando no lo hago, experimento un peso en la conciencia, casi siento que no me gané el almuerzo; y, en segundo lugar, me costaría un gran esfuerzo volver a escribir al día siguiente. Es un hábito que observo estrictamente como oficinista.

Y cuando escribe, ¿usted fuma? ¿Bebe? ¿Necesita cargarse de alguna manera? Es decir, todo el mundo tiene rituales, ¿o no?

–Hasta hace unos quince años, hasta Cien años de soledad, fumaba cuatro paquetes de cigarros mientras escribía. Dejé de fumar después de Cien años de soledad. Desde entonces escribo sin fumar. Nunca bebo y no tomo nada que pueda estimularme mientras escribo. Tal vez lo haga en otras circunstancias, pero no para escribir. Al contrario, estoy convencido de que, para escribir, hay que tener buena salud y una condición física similar a la de los deportistas, a la de los boxeadores. Lo considero un trabajo duro, una labor seria, un trabajo en el que el adversario es muy peligroso y, por lo tanto, requiere una condición física tan buena como la de un boxeador.

A propósito de este adversario tan peligroso, ¿escribe con facilidad, es decir, le sale solo, o es de esos escritores que batallan mucho con la página?

–Después de haber pasado cuarenta años escribiendo, aprendí a hacerlo sin dificultad. Es algo que se puede aprender, hay trucos. Al principio me sentaba delante de la página en blanco y en muchas ocasiones resultaba terrible porque no sabía qué hacer. Ahora ya no. Ahora no comienzo a escribir un libro si no lo reflexioné primero. Es como si lo resolviera completamente en mi mente, como si ya lo hubiera leído. Sólo en ese momento me siento para empezar a escribirlo. La redacción del primer párrafo puede llevarme mucho tiempo, incluso un año. El resto del libro puede llevarme tres meses. El estilo, el tono e incluso la extensión del libro pueden definirse en el primer párrafo. Por eso es tan difícil escribirlo. Y por eso es tan difícil escribir cuentos y novelas, porque el inicio siempre es agotador. Una vez resuelto esto, todo lo demás resulta mucho más sencillo. En cuanto al trabajo diario, tengo una receta –fruto del providencial consejo de Hemingway–, y es que nunca hay que terminar el trabajo del día, sino dejar algo para la jornada siguiente. Así, al otro día, cuando te levantas, ya tienes resuelto el problema de cómo comenzar y continúas del mismo modo, dejando siempre algo de trabajo para el siguiente día. A mí no me cuesta ningún esfuerzo escribir; de hecho los únicos momentos de felicidad absoluta que he tenido en la vida los he experimentado escribiendo.

¿Cuál cree que es su novela más hermosa? ¿Cuál es la que usted prefiere?

–Ignoro cuál es la más hermosa. La que prefiero es El coronel no tiene quien le escriba.

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¿Y por qué es la que prefiere?

–Es el libro que salió exactamente como lo quería, los demás siempre fueron un tanto hoscos y más o menos se acercaron a lo que buscaba. En este caso, sin embargo, fue exactamente lo que quería. Después está Crónica de una muerte anunciada, lo que significa que prefiero las novelas breves. Siempre me incliné por lo que los franceses llaman la nouvelle, la novela corta; la prefiero a la narración extensa. Porque me parece que se controla mucho mejor todo el material. También es más fácil plasmar y reflejar las propias ambiciones en el libro.

Se dice que en el origen de su imaginación están las leyendas que le contaba su abuela, ¿es cierto?

–Es verdad y no. Lo que dije es que ella me enseñó un estilo de narración que consistía en contar el cuento chino más extraordinario o la cosa más fantástica e imaginable con un rostro de verdadero convencimiento, de manera que hiciera creer a la gente que decía la verdad. Creo que si hay algo innegable en mis libros, es que un escritor puede contar cualquier cosa que se le pase por la cabeza siempre que sea capaz de hacerla creíble, y para hacerla verosímil lo mejor es contarla con cara de quien dice la verdad. Si uno no cree que es verdad, el lector nunca lo creerá. Esto lo aprendí de mi abuela.

Pero, aparte de las historias de la abuela, ¿cuál es el bagaje con el que pesca al interior de la memoria para construir la historia?

–Yo diría que la memoria –si se pretende hacer un cálculo– constituye el noventa y nueve por ciento del material de la historia. En realidad, al menos en lo que a mí respecta, la imaginación sólo sirve para modelar, trabajar, explotar y enriquecer la memoria.

Ah, entonces, ¿es más memoria que imaginación?

–No existe una sola línea en mis libros que no tenga una conexión con la realidad, que no esté almacenada en la memoria. Le diré más: si pienso en algo para un libro, o si reflexiono acerca de diversas historias –como hago todos los días–, nunca tomo notas, sino que las dejo ahí, en mi memoria. Las que olvido es evidente que no me interesaban mucho; pero las que permanecen, las que insisten y persisten, al final son las que atiendo y a las que presto atención. Y llega un momento en que insisten tanto que las dejo a un lado y empiezo a trabajar en ellas. Y, en este punto, lo único que hago es dar forma a este material de memoria. La imaginación ocupa muy poco espacio en mi trabajo.

El hecho, por ejemplo, de que conociera a su madre cuando ya tenía siete años, ¿qué significó para usted en su vida?

–No soy un freudiano. Lo único que me quedó es la imagen de una mujer de la década de los treinta a la que recuerdo muy bien y que aparece en mis libros con bastante frecuencia. Ella tuvo mucha incidencia en nuestro vínculo. Una relación que establecimos cuando yo ya tenía uso de razón.
Es un poco como si uno naciera con raciocinio. Es como si yo hubiera nacido con uso de razón. Y eso generó que el lazo entre ella y yo fuera completamente distinto a cualquier otra relación filial.

¿Cuál es la relación que mantuvo con su padre?

–Al principio fue un poco complicada. No podía explicarse por qué deseaba ser escritor en lugar de dedicarme a una profesión lucrativa. Cuando le dije que abandonaba mis estudios porque quería ser escritor, me contestó “comerás papel”. Desde entonces como papel y no tiene un mal sabor.

Además de lo obvio, ¿la riqueza le ha aportado algo profundo al escritor Márquez, o no?

–Provee muchas cosas que se necesitan para escribir y vivir. El problema con el dinero surge cuando influye en el carácter, cuando actúa en la personalidad. No es mi caso, porque no me considero un hombre rico, sino un pobre con dinero, que es una cosa completamente distinta. A mi hijo mayor le impresiona mucho que vaya por las tiendas de Francia e Italia comprando ropa, que es algo que me gusta mucho hacer. Y, al final, dice: “Mi padre es un hombre que viste como un pobre con ropa de rico.” En realidad, la riqueza sólo condiciona cuando llega al corazón, y a mi corazón todavía no ha llegado.

Y, por lo tanto, todavía no le ha quitado nada.

–Sí, me quitó bastante de mi vida privada y de la tranquilidad que tenía antes, cuando no me hacían estas preguntas en las entrevistas.

¿Nunca ha sentido una contradicción entre sus ideas políticas revolucionarias de izquierda y su vida cotidiana de hombre rico?

–Mi vida cotidiana es muy placentera, y eso me hace cada vez más revolucionario. Porque ahora sé para qué quiero la revolución: para que todo el mundo pueda vivir como yo. Esto es algo que tengo muy claro en la mente.

Pero usted dijo también –y no sé si es algo que reconoce o no–: “me parece que es una grave contradicción querer cambiar de clase y moverse a la cima”. Sobre esto, transitar de rico a pobre no implica el riesgo de perder esa identidad. De pobre a rico, sí.

–Es verdad, me parece un riesgo. Pero sólo puedo hacer un juicio sobre mí, porque únicamente conozco el efecto que tuvo en mi persona. Y sé que no fue grave y no produjo conflictos. En cambio, recuerdo haber citado una frase de Sartre que dice “la conciencia de clase comienza cuando uno se da cuenta de que es imposible cambiar de clase”. La realidad es que nunca se cambia de clase.

¿Y este es su caso?

–En mi caso, nunca cambié de clase. En el fondo, sigo siendo el mismo vagabundo de siempre.

Pero, ¿qué significa para usted la política?

–Probablemente es la cosa más compleja del mundo. Eso es la política para mí.

En 1973, cuando Pinochet llegó a la presidencia, usted declaró que no publicaría nada más hasta que él saliera del poder. Pero Pinochet sigue ahí y usted siguió escribiendo. ¿Cuál es el motivo?

–La vida de un escritor también está llena de batallas perdidas. Yo perdí esa, pero no perderemos la última. Llegué a la conclusión de que habría hecho más contra Pinochet escribiendo buenos libros que no escribiéndolos. Sin darme cuenta, me había sometido a la censura precautoria de Pinochet, que me redujo al silencio durante casi cinco años.

Se dice que en 1982 usted fue recibido por el papa Wojtyla, quien deseaba informarse sobre América Latina después de su visita a México [en 1979]. ¿Cómo le fue?

–No es que el Papa buscara informarse sobre América Latina. Le pedí una entrevista porque quería solicitarle ayuda para un programa para los “desaparecidos” en Argentina. Fui recibido muy rápidamente por el Papa, en una audiencia totalmente informal. Le presenté mi petición y me contestó que se lo pensaría. Después, el programa nunca tuvo lugar. Me quedé con el recuerdo de una persona que seguía muy incómoda detrás de su escritorio. Acababa de ser nombrado y tuve la impresión de que le faltaba el dominio necesario para ocupar ese puesto. Incluso cuando nos despedimos tuvo problemas con la puerta del estudio: no podía abrirla porque la llave se había trabado. Y el recuerdo más conmovedor que tengo de esa entrevista es que en ese momento pensé: “¿Qué diría mi madre, allá en Colombia, si supiera que estoy encerrado en la misma habitación con el Papa?”

Señor Márquez, ¿qué importancia ha tenido o tiene el amor en su vida?

–El amor es mi única doctrina. Todo lo que hago, todo lo que existe, no puedo entenderlo si no es a través del amor. Lo subrayo: es mi única doctrina.

Pero, con amor, también me refería de algún modo al amor por las mujeres.

–No se puede separar una cosa de la otra. Para mí, el amor es un sentimiento universal. En este sentido, soy cristiano.

Y la fidelidad, ¿es importante para usted?

–El problema radica en el hecho de que existe una concepción, digamos, represora de la fidelidad. Tengo muchas dudas acerca de la fidelidad. Creo que lo que, académicamente, se llama fidelidad e infidelidad, tiene poquísima importancia. Lo realmente relevante es la lealtad.

No, le pregunto porque en su última novela, El amor en los tiempos del cólera, habla de un amor que perdura mucho tiempo, que llega hasta la vejez. Hay una escena muy bonita en la que estos dos ancianos, mientras hacen el amor, mantienen la luz apagada. ¿Le da miedo la vejez?

–En primer lugar, tengo miedo de la oscuridad, aunque realmente no le temo a la vejez. Pertenezco a una familia de longevos: mi padre murió a los ochenta y cuatro años, mi madre tiene ochenta y dos, y siempre se mantuvieron muy lúcidos. En otras palabras, tengo la esperanza genética de que conservaré mi lucidez si llego a ser tan viejo. Y si conservo mi lucidez, todo lo demás no importa, porque la lucidez es buena para todo.

– Y a la muerte, ¿le tiene miedo?

–A la muerte, no. De morir, sí. Del hecho de morir. Me preocupa, sobre todo como escritor, que el acontecimiento más importante de mi vida –mi muerte– será sobre lo único que nunca podré escribir.

La religión y Dios, ¿tienen cabida en su vida, o no?

–Desafortunadamente, Dios no tiene un espacio en mi vida. Alimento la esperanza, si él existe, de tener un espacio en la suya.

Se sabe que sus primeros maestros fueron dos escritores totalmente opuestos a su estilo, Kafka y Joyce. Luego vino el encuentro con un escritor enraizado en lo social, como Faulkner. Hoy, después de tantos años, ¿qué influencia le parece más decisiva, sigue sintiendo alguna?

–Hay algo interesante en la vida de un escritor. Siempre se le pregunta quién lo influyó. Primero, uno no es muy consciente de las influencias a las que está sometido; y en segundo lugar, cuando siente mucho el peso de un gran escritor, todos los esfuerzos que hace no son para imitar a ese escritor, sino más bien para no parecerse a él. Ahora, por supuesto, entre los escritores que usted menciona, hay dos de los que siempre he intentado liberarme, y son Kafka y Faulkner. En todo caso, me parece que cualquier influencia que haya recibido de ellos es una influencia técnica, sobre la forma de escribir.

Pero, por ejemplo, a Borges, que es un escritor tan distinto a usted, ¿cómo lo considera?

–Es un grandísimo escritor. Es un escritor enorme.

¿Y Vargas Llosa?

–Un escritor extraordinario.

En su opinión, ¿quién es, después de García Márquez, el escritor latinoamericano más importante de la actualidad?

–No lo sé, se lo aseguro. Le juro que si lo reflexionara, no podría… No creo, por cierto, que yo sea el más importante. En mi opinión, lo mejor que ha ocurrido en América Latina, en los últimos años, es que se ha formado un gran grupo de novelistas que representa al bloque de escritores más importante del mundo en la actualidad.

Y entre los italianos, ¿a quién prefiere? Si es que existe alguno que le interese.

–Actualmente, Sciascia. Y, por supuesto, la hermosa poesía de Tonino Guerra, pero traducida por él mismo, que es el mejor traductor.

¿Y Umberto Eco? ¿Qué piensa de él?

–Desgraciadamente, cuando me hizo la pregunta no pensé en Umberto –que es un gran amigo mío desde hace muchos años–, porque nunca pensé en él en términos de novelista. Soy un gran admirador de El nombre de la rosa que, por cierto, para mí es uno de los libros más asombrosos, ya que, a pesar de contener páginas enteras en latín, consiguió convertirse en un bestseller mundial. Esto, además de ser un milagro literario, también resulta un milagro editorial. Es un milagro en todos los sentidos. Es un libro que quiero mucho.

Pero, ¿cómo se explica usted este milagro?

–Es precisamente porque no puedo explicarlo que lo considero un milagro.

A propósito de Italia, alguna vez usted dijo: “Italia es un país atravesado por espejismos, donde no existe la verdad.” ¿Qué significa eso?

–Italia es tan mágica que uno no está muy seguro de que exista realmente. Tanta palabrería para decir que es un país que quiero mucho, al que voy todos los años, porque, apenas llego, entro en una especie de delirio, de locura. Eso es lo que quise decir. Recuerdo que dije que los italianos habían hecho un descubrimiento que es el último hallazgo de la humanidad: descubrieron que sólo hay una vida.

Cuando Proust escribió En busca del tiempo perdido, vivió durante muchos años encerrado en una habitación forrada con trozos de corcho para no oír los ruidos del mundo exterior. ¿Es usted un escritor de este tipo, o es un escritor al que le gusta dispersarse con la imaginación a través del contacto con el mundo?

–Al contrario: tomo el mundo por asalto, lo saqueo. Cuando escribo abro las ventanas, y todos los ruidos que vienen desde afuera, todas las voces, todo lo que ocurre, lo tomo y lo meto en la novela que estoy escribiendo. Y si salgo a la calle, recojo personas, cosas, acontecimientos, y los meto en un costal con el que después lleno la novela. Para un escritor es absolutamente imposible vivir fuera del mundo.

¿Cómo juzga a un escritor que tiene un comportamiento como el de Proust?

–Era un escritor totalmente introvertido. Pero, en cualquier caso, con Proust es sólo un problema de método. Porque cuando estaba encerrado en esa habitación, completamente aislado del resto del mundo, ya tenía todos sus costales llenos de la sociedad de su tiempo, de la que era el cirujano más sutil. Por supuesto que el mundo le interesaba, sólo que él ya lo había empaquetado. A mí, en cambio, me gusta recogerlo fresco, en la calle.

¿Quién le habría gustado ser si no fuera García Márquez?

–Mi hijo.

Foto: Especial

Información de Giovanni Minoli

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