En los últimos días hemos visto cómo algunos opinadores y usuarios de redes sociales en todo el país acusan, con estridencia, que en México vivimos una supuesta “censura” por parte de las autoridades electorales. Nada más falso. Esta narrativa busca confundir y hacer pasar por censura lo que en realidad son resoluciones judiciales para proteger derechos fundamentales. En democracia, las instituciones no están para callar voces, sino para equilibrar libertades y responsabilidades, asegurando que el ejercicio de un derecho no pisotee los de otras personas.
El Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) han resuelto algunos casos recientes sobre violencia política de género. ¿De qué hablamos? De publicaciones en redes sociales y medios de comunicación que cruzan la línea entre la crítica legítima y el ataque personal, recurriendo a estereotipos, insultos y afirmaciones sin sustento que afectan la dignidad y la honra de mujeres que ocupan cargos públicos. No es lo mismo cuestionar las decisiones o el desempeño de una persona que desacreditar su trayectoria con ataques a su vida privada o con prejuicios machistas.
El debate público y la libertad de expresión son, sin duda, pilares de la democracia. Pero ningún derecho es absoluto. En una sociedad democrática, todos tenemos derecho a opinar, sí, pero también tenemos la obligación de no dañar con mentiras, calumnias o estigmas a otras personas. La libertad de expresión no es un cheque en blanco para denigrar, difamar o deshumanizar, y menos aún para perpetuar desigualdades estructurales que siguen afectando a grupos históricamente discriminados, como las mujeres en la política.
Por eso es tan importante que estas resoluciones sienten precedentes. No se trata de censurar la crítica ni de prohibir investigaciones o denuncias ciudadanas, sino de poner límites claros a las expresiones de odio, los insultos disfrazados de opinión, las acusaciones sin pruebas que buscan descalificar a alguien simplemente por su género o su vida personal. Una democracia fuerte no sólo protege el derecho a decir, sino también el derecho a no ser violentado.
La libertad de expresión no es licencia para violentar. Y quienes hoy se incomodan ante estas resoluciones deberían preguntarse si lo que defienden es el derecho a opinar… o el derecho a insultar y mentir.
Un ejemplo reciente fue el caso de una diputada federal, quien denunció públicamente las agresiones en su contra en redes sociales, donde fue acusada de haber llegado a su cargo gracias a su relación personal con otro político. Las autoridades resolvieron a su favor, reconociendo que este tipo de comentarios no sólo la dañan a ella, sino que perpetúan estereotipos que afectan a todas las mujeres que participan en la vida pública.
Que este precedente nos ayude a recordar que las palabras importan, que la crítica es necesaria, pero el respeto también lo es. Porque construir una democracia más fuerte empieza por debatir con argumentos, no con agresiones.
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TAR