Bandas de rock vendrán, bandas de rock desaparecerán… advertía Alex Lora hace décadas, como si anticipara lo que hoy nos toca vivir. En estos meses, el rock mexicano ha perdido a dos de sus pilares más sólidos: Rafael Acosta y Pepe Návar. La noticia del primero llegó el 16 de junio. Fue el baterista fundador de Los Locos del Ritmo, autor de la emblemática Tus ojos y pieza clave del nacimiento del rock cantado en español. El segundo, periodista, promotor y mánager, murió el 18 del mismo mes. Su voz, presente en radios, escenarios y tianguis como el del Chopo, fue puente entre generaciones, estilos y resistencias.
Ambos se fueron en días contiguos, dejando una huella distinta pero complementaria: Acosta, desde la batería y la composición, formó una escuela que supo mezclar rebeldía con ritmo; Návar, desde la trinchera de la palabra, acompañó, empujó y protegió esa misma rebeldía con inteligencia y pasión. Su legado nos lleva a pensar en Chac Mool y Kerigma. Tuve la fortuna de hacer varios programas con él, aprendiendo de su agudeza y precisión al detalle. Era frecuente verlo entre la “fuente” del rock y en el tianguis del Chopo, siempre entusiasta por conocer nuevas bandas y hablar del rock nuestro.
Pero la historia no se detiene en la tristeza. Apenas unas horas después, la esperanza tomó forma en un comunicado de Panteón Rococó: Dr. Shenka, su vocalista, logró estabilizarse tras un preinfarto que lo llevó al hospital. El mensaje fue claro: está fuera de peligro, pero necesita reposo. La noticia no fue menor. Porque cuando un corazón como el de Shenka se tambalea, tiembla el escenario entero. No solo por su voz, sino por lo que representa: entrega, conciencia, comunidad.
Y así, entre luces y sombras, surgió otro gesto inesperado: el retiro indefinido de San Pascualito Rey. En silencio, con gratitud y sin aspavientos, la banda anunció su pausa tras 25 años de trayectoria. Su estilo inconfundible —poético, sombrío, melancólico— se despide sin estridencia, pero con el eco de quienes saben que marcaron un camino que nadie más ha transitado igual.
Sin embargo, mientras unos cierran ciclos, otros los reabren. El pasado fin de semana, durante el cumpleaños de Alejandro Charpenell, ocurrió lo impensado: Guillotina volvió a tocar junta después de más de una década. Sin anuncio, sin cartel, sin cámaras: solo guitarras, tamales y la complicidad de quienes estaban en el lugar correcto a la hora precisa. Fue una reaparición breve, espontánea, poderosa. De esas que el rock agradece porque lo recuerdan en su forma más pura: comunión, riesgo, memoria.
Y si hablamos de memoria, el homenaje al Guadaña —vocalista de Bostik, fallecido el mes pasado— se convirtió en un rito de paso. No fue una despedida, sino una proclamación generacional. Los hijos de los íconos del rock urbano se presentaron el pasado 22 de junio en Ecatepec, no como reemplazos, sino como nuevas voces con historia propia. Tony Lira, Moy Álvarez, Óscar Lerma y Roberto Reséndiz tomaron el micrófono con convicción. “No somos fotocopias”, dijeron. “No queremos imitar. Queremos seguir creando”.
A medio año, el balance parece duro. Pero no es el cierre de una era. Es su reconfiguración. Porque cada pérdida abre una grieta, pero también revela una raíz más profunda. El rock no desaparece: muta, respira, regresa. Como Guillotina. Como los juniors del rock urbano. Como cada banda nueva que encuentra un lugar donde alzar la voz.
En palabras de Lora, “el rock mexicano nunca ha muerto. Ni morirá”. Solo cambia de piel. Y eso —justo eso— es lo que lo mantiene vivo. Entre tanto, una recomendación: Miguel Ríos, a sus 80 años presentó su más reciente sencillo, titulado En la rampa de salida, inspirada en el Día de Muertos, búscala en plataformas.
Y así, entre luces y sombras, surgió otro gesto inesperado: el retiro indefinido de San Pascualito Rey.
PAT
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