Roosevelt a oscuras

Allí estamos, sufriendo para conseguir una bebida. ¡Qué caos! El concierto de Roosevelt (compositor de electropop alemán con creciente éxito global) acaba de comenzar. Los encargados de las barras del Pepsi Center, empero, dicen que ya no tienen lo que sus cajeros siguen vendiendo. Un sinsentido cuando aún no acaba la segunda canción.

Las personas se agolpan molestas, gritando a quienes les cobraron de antemano sus líquidas ambiciones. Entre los encargados la incompetencia es llamativa. Mientras, en una oscuridad incómoda, tratamos de reconocer al amigo que nos ha invitado. Le pasamos el primero de cuatro vasos. Sentimos algo raro mientras andamos de vuelta a nuestro sitio, mirando siempre al escenario. Finalmente comprendemos: se trata de la luz.

Roosevelt ha decidido no ser perfilado por lámparas o cámaras que apenas muestran su figura. El baterista y el bajista corren con la misma suerte. Es difícil reconocerlos así, sumergidos en las sombras, en un concepto que a estas alturas del desarrollo escénico nos parece patético. Lo decimos aunque sabemos que con la iluminación no se trata de “hacer ver” sino de “hacer sentir”.

Tales cosas pensamos sin compartirlas en el momento, pues la mayoría de los melómanos pasa por alto juicios relacionados con focos y destellos. Igualmente, soslaya debilitar una experiencia en la que se esfuerza luego de pagar altos precios, transportarse grandes distancias y aprenderse canciones a base de cariño. Lo bueno es que hoy sí podemos escribirlo.

Iluminar un concierto no es priorizar zonas y organizar colores. En la más lograda situación implica una conciencia morfológica, sintáctica y semántica de la luz. Nos referimos al razonamiento que hubo durante su diseño a propósito de las formas, de su tránsito en el tiempo y de su significado en un show; criterios que aplican a toda disciplina escénica, desde luego, pero que hoy deseamos concentrar en la experiencia musical, dado que Roosevelt nos hizo… encabronar.

Mirándolo sobre el tinglado recordamos la cantidad de veces que los intérpretes incumplen con sus fanáticos, tan tolerantes ante la falta de generosidad. Sin caer en melancolía diremos que hace años los grupos –y en especial sus cantantes– debían salir a la conquista de su audiencia. Hoy, por el contrario, muchos “artistas” pisan tablas importantes sin tener experiencia, con gran parte del trabajo cumplido desde el mercadeo digital. No por su empeño.

Dicho ello, ¿en qué podemos fijarnos cuando estamos sintiendo las decisiones lumínicas de un concierto? Control, potencia, distribución y consumo. Pasos en la ruta de la luz que baila con la música. Resultado de expertos manipulando consolas, cables y distribuidores. Equipos de concentración e inundación.

Diseño de planos convexos, elipsoidales y fresneles; opciones simétricas, asimétricas con o sin washes (bañadores), uplights, beams; luces robotizadas con led o en spot; rayos láser, estrobos, gobos troquelados, cañones de seguimiento; pantallas de circuito cerrado o con producciones de video pensadas para complementos formales, texturas o acentuaciones especiales.

¿Todo eso determina el valor de una presentación en vivo? No, pero por ausencia o presencia ayuda, estorba o arruina. En la presentación de Roosevelt, verbigracia, fue un desastre total. ¿Para qué presentarte si no te dejarás ver?

Ya ni hablamos del vestuario en negro, la inmovilidad escénica, el pobre diálogo con su público, la cantidad de simulación con secuencias o la breve duración del concierto. Fue un desastre total con público feliz, como siempre. En fin. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.

@Escribajista