Bemol sostenido: Habitación de Nik Bärtsch
Mucho se sabe de la matemática implícita en la música. Todos aceptamos esa relación intrínseca sin cuestionamiento alguno. Sea por la rítmica dividida en compases fraccionados, por las melodías sustentadas en intervalos temperados o por armonías cifradas en acordes bien proporcionados, los números permean el hecho musical desde la médula, independientemente de géneros, culturas o autores.
Dicho eso, desde luego, la mayoría de los artistas evita toda ciencia para que el razonamiento no entorpezca a la inspiración. Contrariamente, hay algunos creadores para los que domar al espíritu matemático es una condición necesaria, fuente de imaginería valiosa. En esos territorios destaca el pianista, compositor y maestro suizo Nik Bärtsch (52). Un genio con quien feliz y sorpresivamente acabamos de encontrarnos en persona.
Así es. Cuando nos enteramos de que Bärtsch se presentaría en el Zinco bar de Ciudad de México tuvimos que tallarnos los ojos para revisar una y otra vez las fechas del tour. ¡Qué promotor se involucraría en una exquisitez de semejante calibre?, pensamos. Tras minutos de incredulidad, celebramos la noticia llamando a un par de amigos. Entonces comenzó la espera por un concierto que suponíamos especialmente denso (nos equivocamos, afortunadamente).
Sirva decir que a Bärtsch lo seguimos desde hace años, cuando el amigo Trey Gunn (exKing Crimson) nos mostrara su música durante un encuentro en Seattle. Escuchando a Ronin, el más conocido de sus proyectos con grupo, hablábamos de polirritmias y polimetrías, esa matemática que en la música puede llevarnos a ciclos de hipnótica urdimbre, cercanos al serialismo y al minimalismo. Nos referimos a métodos de composición que exploran integralmente, a base de fórmulas repetitivas y variaciones en bucle, las doce notas del sistema dodecafónico y, claro, múltiples posibilidades en el abanico rítmico. Piezas en busca de tridimensionalidad que se pueden “habitar”.
Dicho en las propias palabras de Bärtsch: “Esta música obtiene su energía de la tensión entre la precisión compositiva y la autoelusión de la improvisación. De la restricción autoimplícita surge la libertad. Éxtasis a través del ascetismo.”
Podríamos, además, visitar los intereses arquitectónicos y urbanos que conducen la exploración del compositor; su idea del espacio como un derivado musical que puede vivirse gracias al rigor, pero en el que soñamos protegidos por una certidumbre: la libertad ha de ser “aprisionada”.
En fin. No ahondaremos más en ello. Nada de ese hálito experimental o de sus profundas elucubraciones abstractas le hace justicia a la vitalidad orgánica de la música que enfrentamos esa noche en el Zinco. ¡Qué liviandad la de su concentrada esencia!
Acompañado únicamente por su fiel escudero Sha, virtuoso del clarinete bajo, Nik Bärtsch se sentó ante un piano preparado para mostrar el potencial de numerosas técnicas extendidas. Hablamos de ésas que lo llevan a introducirse en las mandíbulas del instrumento azotándolo con un baquetón de percusiones, o para manipular gomas y macillas recostadas sobre las cuerdas del arpa.
A su vez, Sha recurrió a singulares motivos percusivos
producidos por explosiones bilabiales, llevando al clarinete allende la melodía. Siempre orbitando alrededor del teclado, su telepatía con Bärtsch alcanzó momentos inverosímiles, pues además del compromiso con temas y giros de inefable materia, su clarinete resuena con creencia complementaria. Entre ambos logran un razonamiento dinámico, conmovedor, entretenido, benéfico para el alma.
Por ello el rostro multiplicado de la audiencia que casi llenaba el recinto –ya convertido en la mente de Bärtsch– fue uno solo, alelado, de ojos y bocas abiertas. Un par de sets bastaron para concretar la comunión inolvidable. Eso es todo. Habítelo a Nik Bärtsch en los discos Entendre, Stoa y Continuum, verbigracia. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.