La noticia rompió la rutina digital como un riff interrumpido: murió Xava Drago, voz de Coda, voz de los noventa, voz de quienes aprendieron a vivir con las guitarras distorsionadas y los coros enérgicos del hard rock. La familia lo comunicó en redes y la banda, con una frase que se lee como epitafio, escribió: “Xava nos dejas tu legado eterno. ¡Gracias hermano! Buen viaje”.
Hay muertes que parecen suceder en presente continuo. Apenas el 9 de agosto, el propio Xava había dicho que los tratamientos ya no funcionaban. Su mensaje, lejos de la desesperanza, estaba escrito con gratitud. Días después, publicó un texto que hoy parece testamento vital: “Hoy mi vida ha llegado a su fin y solo me queda decir que la viví a mi manera, canté, ‘rocanrolié’, pero sobre todo gocé y amé cada instante maravilloso que construí”. Esas líneas son la certeza de haber vivido sin reservas.
Su voz siempre fue un filo. En las baladas de Coda cabía la dulzura, pero también una herida abierta; en los himnos de estadio (Aún, Eternamente, Tócame, 20 para las 12) cabía el exceso, pero también una devoción sincera. Esa dualidad explica por qué sus canciones acompañaron a generaciones enteras, de los cassettes grabados a las plataformas digitales donde su nombre todavía despierta búsquedas.
El homenaje que estaba programado para el 25 de septiembre en La Maraka, con el título Eternamente Chava, será ahora tributo póstumo, al cierre de esta columna no se había cancelado. Allí estarán Salvador Moreno, Cha, Tony Méndez, músicos de Ágora, Ritmo Peligroso, Víctimas del Dr. Cerebro, Jaguares, Amantes de Lola y La Ley. Lo que iba a ser un abrazo en vida se transformó en un ritual colectivo. La diferencia es mínima: la música, de cualquier forma, es la mejor manera de decir adiós.
Esa misma obstinación sostiene, cuatro décadas después, la memoria de otro músico: Rockdrigo González. Su nombre aparece en carteles y programas como si aún caminara entre nosotros con su guitarra al hombro. No está, pero se resiste a desaparecer. Cada septiembre, su figura regresa y confirma que hay artistas cuyo legado no pertenece al pasado, sino a una memoria que se niega al olvido.
El homenaje que se alista en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris es, más que un concierto, un acto de reafirmación colectiva. El escenario de Donceles recibirá a Rafael Catana, Nina Galindo, Jorge García Montemayor, Fausto Arrellín, Carlos Arellano y Heavy Nopal, quienes volverán a invocar canciones como Metro Balderas o No tengo tiempo de cambiar mi vida. Lo notable es que esas piezas no suenan a museo: siguen golpeando con la misma vigencia que en los ochenta.
El rock rupestre, que nació a contracorriente y sin respaldo de disqueras, entra ahora a un teatro histórico avalado por las instituciones culturales. No es contradicción, sino justicia tardía. La contracultura se vuelve memoria oficial, y eso no la disminuye: la consagra.
Este homenaje carga también con ausencias dolorosas:Roberto González y Javier Martín del Campo. Evocarlos junto a Rockdrigo —y ahora Xava Drago— es reconocer que la música mexicana está hecha de fragilidad y pérdidas, pero también de continuidad. Nina Galindo lo expresó con claridad: no se trata de vivir de Rodrigo, sino de mantenerlo vivo. Esa frase resume la ética de quienes llevan décadas interpretando sus canciones pese a la crítica y la falta de apoyos.
El público no asiste solo a escuchar canciones: asiste a verse en un espejo. Los jóvenes descubrirán al compositor que retrató una ciudad que no conocieron. Los veteranos recordarán cómo esas letras acompañaron su juventud, sus pérdidas, su rabia. La música, entonces, cumple su función más profunda: unir tiempos y generaciones en un mismo latido.
Xava Drago y Rockdrigo González, separados por décadas y estilos, comparten la misma certeza: el legado de un músico no se mide en listas ni en cifras, sino en la capacidad de permanecer en la memoria de quienes lo escuchan. Porque la música, en su esencia, es eso: un modo de cantar contra el olvido. Eternamente.
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TAR