Capula parece un pueblo dormido durante el día, pero en la víspera del Día de Muertos, algo cambia en el aire. Las calles empedradas, entre los cerros del sur mexiquense, se llenan de murmullos, del olor a cera derretida y a flor de cempasúchil. Es la señal de que la calavera está por salir. Un cráneo humano que lleva, literalmente, siglos recorriendo este poblado de Sultepec.
Se le conoce como la calavera de Capula, y su andar nocturno no es una leyenda, sino una costumbre viva. Cada 1 de noviembre, cuando el sol cae detrás de los cerros y las campanas comienzan a sonar, un grupo de hombres y mujeres —los mayordomos— se preparan para la caminata. En sus manos cargan el cráneo que, según los más viejos, guarda más de 400 años de historia.
No se sabe con exactitud cuándo empezó todo. Algunos dicen que la costumbre nació en tiempos coloniales, cuando los misioneros enseñaban a los pueblos originarios a orar por las almas; otros aseguran que la práctica es mucho más antigua, heredada de los rituales prehispánicos que honraban a los ancestros. La verdad es que nadie tiene certeza, pero a nadie le importa. Lo esencial es que cada año la calavera vuelve a caminar.
La visita del “Hermano”
La noche es larga en Capula. La procesión comienza frente a la capilla de San Nicolás y avanza lentamente hacia Los Remedios. Las campanas no dejan de repicar; su sonido retumba entre los cerros y sirve, dicen, para guiar a las almas que regresan a casa. Los vecinos esperan con las puertas abiertas. En cada hogar donde alguien falleció durante el año, los familiares han preparado un altar con flores, pan, velas y, a veces, una botella de mezcal o una taza de chocolate caliente.
Cuando la calavera llega, no hay llanto. Hay respeto, sí, pero también cierta alegría. Se recibe al “Hermano” —así lo llaman— con música, oraciones y comida. Los mayordomos piden alimentos, bebidas y cera, no como limosna sino como símbolo de comunidad. Quien da, comparte con los vivos y con los muertos. “Lo que se ofrece hoy, regresa mañana”, dicen las abuelas.
En el camino, los mayordomos cargan costales donde guardan los obsequios que reciben: carne preparada, pan, licores de frutas, mezcal, tequila. Todo se reparte al final, cuando el recorrido termina. Nadie se queda sin nada. Es una forma de agradecer y de mantener la reciprocidad que sostiene a este pueblo desde hace generaciones. Porque en Capula, la muerte no es el final, sino un vínculo más entre quienes se fueron y los que aún quedan.
El recorrido dura toda la noche. En cada esquina se escucha una historia: la de aquel hombre que resguardó la calavera durante años, la de la familia que cada noviembre enciende 20 velas por sus difuntos, o la del niño que le teme al cráneo pero no deja de seguir la procesión. La oscuridad se llena de murmullos, de rezos y del tintinear de las campanas que parece nunca detenerse.
Cerca del amanecer, el aire cambia otra vez. El frío cala más hondo y el cielo empieza a aclararse. Entonces, los mayordomos regresan a la gaveta donde el cráneo será resguardado hasta el próximo año. No se trata de un simple objeto: es una presencia. Le dicen adiós con respeto, con una mezcla de solemnidad y ternura. “Hasta el otro año, Hermano”, murmura uno de ellos antes de cerrar la pequeña puerta del altar.
/https://wp.lajornada.prod.andes.news/wp-content/uploads/2025/10/cupula-sultepec-procesion-1024x710.jpg)
Una íntima tradición
Capula vuelve al silencio. Las calles quedan vacías, pero no tristes. El pueblo descansa sabiendo que ha cumplido su parte: recordar. Porque ese es, al final, el sentido profundo de la tradición: no permitir que la memoria muera. Aquí, entre montañas y neblinas, los vivos y los muertos conviven una noche al año, compartiendo pan, mezcal y palabras.
Hay quienes llegan desde otros municipios —Toluca, Temascaltepec, Tejupilco— solo para ver el ritual. No hay espectáculo ni escenario, solo la autenticidad de un pueblo que mantiene viva una herencia que mezcla lo indígena con lo católico, lo antiguo con lo presente. Y es que en Capula no se celebra la muerte: se celebra la continuidad.
El sincretismo está en cada gesto, en cada vela encendida.
La calavera, símbolo de lo efímero, se convierte en emblema de permanencia. Quizá por eso, a diferencia de otras festividades del Día de Muertos que se llenan de turistas y cámaras, esta tradición se resguarda en la intimidad. Los capulenses la viven como algo propio, sagrado y cotidiano a la vez.
Capula tiene apenas poco más de mil habitantes, pero su legado rebasa cualquier cifra. Entre sus cerros, esta pequeña comunidad guarda uno de los rituales más antiguos del sur mexiquense.
En tiempos donde la globalización diluye costumbres y uniforma las celebraciones, aquí se mantiene encendida una llama que se niega a apagarse.
Cuando las campanas vuelvan a sonar el el próximo 1 de noviembre, la calavera saldrá otra vez a caminar. No para espantar, sino para recordar que la vida, como la tradición, solo tiene sentido cuando se comparte.
TE SUGERIMOS:
Sigue nuestro CANAL de WHATSAPP y entérate de la información más importante del día con La Jornada Estado de México.
TAR