Cuando el punk del Edomex aprendió a vivir con el rock urbano

Cuando el punk del Edomex aprendió a vivir con el rock urbano

Rockanrolario

Redacción
Agosto 8, 2025

Había un grito que no alcanzaba a salir del cuerpo. Una furia contenida entre los pasillos de Neza, las calles de Tultitlán o los muros grafiteados de Chimalhuacán. Ese grito, desde los años 80, tomó la forma de un acorde punzante, de una lírica rabiosa, de un concierto improvisado en una azotea, en una bodega, en un baldío. Así nació —o más bien, así se aferró a la vida— el punk del Estado de México.

No era un punk europeo ni uno clasemediero. No era pose. Era sobrevivencia.

Los punks mexiquenses no tenían disqueras ni foros. Ni prensa ni indulgencia cultural. Lo que tenían era hambre, rabia, y una lucidez brutal sobre la miseria urbana en la que crecieron. Sus letras hablaban del abuso policiaco, del desempleo, del abandono. La estética era la consecuencia de la precariedad, no del estilismo: botas militares recicladas, camisetas rotas, cadenas conseguidas en la ferretería. No había un look; había necesidad.

Pero las tocadas no duraban mucho. Llegaban los patrulleros, los gases, los toletazos. Sin embargo, al día siguiente, otra azotea. Otro flyer mal impreso. Otra guitarra más cerca del cortocircuito.

Entonces pasó algo que, en ese momento, parecía invisible: el punk comenzó a caminar hacia el rock urbano. Algo semejante pasó también con el metal.

No fue una traición. No fue un error. Fue la lógica de quien sabe que la rabia también necesita aliados. El rock urbano, con sus historias de barrio, con sus baladas callejeras, con su tono dolido pero resistente, empezó a tender la mano. Los punks la tomaron, sin dejar de lado su arrebato. Tocaron juntos en ferias populares, en carteles piratas, en deportivos, en canchas, en el mismísimo Tianguis del Chopo. Se escuchaba a Eskorbuto y a Charlie Monttana en el mismo casete. A los Sex Pistols y a Interpuesto en la misma caguama.

No se fusionaron. Se entendieron.

El rock urbano aportó presencia y público. El punk, urgencia y política. En medio, una nueva generación —más cínica, más empobrecida, más dura— se reconoció en ambos sonidos. El barrio les quedaba igual de crudo. Las instituciones igual de sordas. La banda, entonces, no tenía que elegir. Podía portar la camiseta de Sekta Core, ir a una tocada de Lira N’ Roll, corear Grito en el barrio y después salir corriendo de la policía en Neza.

Ese mestizaje sonoro no solo salvó al punk de la desaparición. Lo hizo crecer hacia un espacio nuevo, uno donde la música no era etiqueta, sino refugio.

Hay quien dice que el punk mexiquense perdió pureza. Que ya no es el mismo. Que se “contaminó” con la “dulzura” del urbano, con su romanticismo de cantina. Pero quienes lo vivieron —y lo viven aún— saben que no se trataba de pureza. Se trataba de aguante.

Porque nadie puede gritar eternamente sin quedarse sin garganta.

Y el punk, ese grito de furia, encontró en el rock urbano un modo de descansar sin rendirse. Un modo de contar su historia con otro ritmo, con otro compás, pero con la misma entraña.

Hoy, cuando se escucha una tocada en un deportivo de Ecatepec o en un centro cultural rescatado en Naucalpan, no hay que preguntarse qué es punk o qué es urbano. La respuesta está en el suelo, en la bocina rota, en los chalecos con parches, en los paliacates, en los gritos entre distorsión y balada.

Porque lo que sobrevive no es el estilo. Lo que sobrevive es la necesidad de cantar cuando el mundo te niega la palabra. Y eso, en el Edomex, nunca ha cambiado.

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