¿Cuánto cuesta ponerse navideño…?

Antevasin

Hace mucho, mucho, pero mucho, -bueno ni tanto que queme al santo, si tengo apenas cuarenta añitos en el tiempo de este universo…- tiempo, había una vez un mundo que veía la tele a veces en blanco y negro, al que no le importaba ver todo a color en Dolby Sound y que disfrutaba de las posadas con todo y frío, velitas derretidas y amigos cantando todos desafinados…

Un mundo donde la raíz de la celebración de la navidad tenía que ver con moralejas del tipo “regala afecto no lo compres”, y un montón de cosas más que nos hacían crecer en el idealismo de lograr que los otros valorarán un regalo hecho con el corazón y no solo las muñecas que lloraban, hacían pipí y demás gracias que para mí no eran relevantes. 

Verán yo fui una niña  que tuvo hermanos, y que o jugaba solita o aprendía a treparse a los árboles, a echar carreritas con los hot wheels y a ser buenaza en el trompo, el balero y a hacer chiras pelas con las canicas… debo admitir que logré tener una gran colección…

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Había un mundo, donde nos sentábamos de contrabando a ver a Jacobo Zabludovsky, para enterarnos de qué sucedía en el mundo con el primer noticiero de nuestro país: 24 horas, ahí vimos lo que ocurría cuando el terremoto del 85, aunque el programa donde ocurrió fue el de Lourdes Guerrero por la mañana, y sabíamos, por lo menos en mi casa que ya era “la hora de los grandes” cuando nos quedábamos con permiso sin que nos tosieran o nos dirigieran miradas asesinas de: “es hora de rezar e ir a soñar.”

Crecimos esperando La Navidad, así con mayúsculas, sin tanto consumismo, con un par de regalos – tal vez tres – al año y ningún niño se murió de la tristeza por no tener Iphones, grandes consolas de video juegos o viajes fuera de orbita con Elon Musk.

Nuestras infancias eran terrenales y aterrizadas, la ilusión de escribir la carta y saber que había que tener autocrítica y que “El niñito Dios”, “Santa” o “Diosito” llevaban un marcador de buenas y malas acciones, para no pasarnos de listos a la hora de pedir y recordar que había millones de niños en el mundo.

Ahora pareciera que para disfrutar de las fiestas se requiere de deudas impagables en las tarjetas, estrés y todo menos los valores que se disfrutan en esas cenas: La posibilidad de reunirse, mirarse, admirarse, quererse y escucharse.

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El milagro de sabernos juntos tras un montón de meses encerrados, en los que nos mirábamos por video llamadas y anhelábamos la posibilidad del contacto humano y no la inhumanidad de ver quién da el regalo más caro, quién se endeuda más, quién la tiene más larga, a quién le da el infarto más pronto.

Deseo de todo corazón que retomemos las razones para disfrutar de reunirse y saberse vivos y juntos.

A un par de semanas del: Jo, jo, jo y de crear la ilusión de que el mundo es un buen lugar para vivir y no solo meses sin intereses…

Ustedes, ¿qué opinan?

SPM