Hoy me sorprendí mirándome en el espejo, y es que hace tanto que mecánicamente me arreglo para salir a trabajar que no me había dado cuenta, y bueno, si he de ser honesta eso de arreglarme es un decir; la rutina consiste en bañarme a toda velocidad, aplicar una dosis del tamaño de una moneda de dos pesos de crema para peinar y salir corriendo para que el viento haga su labor y “estilice” y seque mi cabello. Poner un par de gotas de crema humectante mientras salgo corriendo y abordo el taxi, lo cual hace que seguramente vuelva a quedar como estaba al principio, pero me convenzo de que el cabello alborotado – wild hair, para algunas – está de súper moda, ¿o no lo decía así la revista encargada de estos temas apenas la semana pasada?
Mientras el taxi va por las calles yo me pongo maquillaje, labial rojo y cepillo generosamente mis pestañas con mi rímel favorito, y he ahí: “Mi arrreglo”.
Sin embargo, hoy fue distinto, despertar en domingo a las siete de la mañana parecía una mala broma, así que puse el calentador para recuperar un poco de mí. Después del bañito reparador él estaba ahí, implacable e incorruptible: el espejo, con su sonrisita de todo tiene una consecuencia y eso de ser mamá a los 20 años también, así que me voy asustando y autoconvenciendo de que la vida aún tiene sorpresas para mí, pero creo que hoy por primera vez me miré con ojos críticos y me di cuenta de que ya no soy adolescente y de que aunque me divierte y apasiona lo que hago, – soy una adulta “casi responsable”, – quienes ahora son adultos en proceso son mis hijos.
Esto replantea nuestra relación, ya que las cosas que antes eran sencillas se van volviendo un tanto complicadas, ya no es pedir las cosas y que sucedan, es decirlas y recibir cuestionamientos extraños o la tan temida procrastinación.
Todo se ha vuelto “ahorita”… y no entiendo cuánto tiempo significa eso.
Es justo en esos momentos que agradezco haber sido madre joven. Si estuviera en plena menopausia juro por ésta (hace la señal de cruz,) y si no me creen aquí traigo otra (la hace con la mano izquierda), que me provoca ganas de aventar chanclas, pistoleras y terminar mis días de pacifista.
Estoy casi segura que, la arruga que ví hoy en el espejo se la debo a esta condenada fase en la vida de mis Tres Mosqueteros.
Hoy el menor de mis hijos me encontró llorando, – “de felicidad”, le dije, – pues la primera arruga y la ochentava cana hicieron su aparición. ¡Ah qué mentirosas nos volvemos la mujeres por no decirle a los hijos que nos aterra ese momento en que considerar el bótox y hacer cuentas no resulta compatible, no sea que los traumémos de por vida y les den más miedo “las ininteligibles e indescifrables mujeres”, no sea que den cuenta de que las mamás traemos fecha de caducidad, y que puede suceder que un día no estemos más por este barrio.
Sonreí sin embargo, y me dí cuenta de que voy para largo, mi hijo más pequeño es ya mi último adolescente y no debo tener miedo, ya pasé por un ente poco conocido que no hacía las tareas a tiempo y que me traía corriendo, enamorado todo el tiempo, oyendo música no “rara”, porque el día que admita que su música sea rara habré admitido al mismo tiempo que la batalla se ha perdido; el segundo de mis hijos estudiando la prepa en plena pandemia, y entrando a la universidad a los 17, con la amenaza de pedir beca de intercambio a Japón, y el más pequeño de todos, libre, honesto, independiente y completamente valemadrista de la opinión del resto, cosa que me enorgullece, y asusta un poco. Me enorgullece cuando me preguntan en la calle: ¡Ay!, ¿A poco son tus hijos? ¡Si te ves bien joven! y contestar embelesada por el orgullo: ¡Claro, son mis hijos!
Mientras acabo con mi recién adquirida rutina de desmaquillarme por las noches, ante la “precaución” no sea que aparezca una arruga amiga, me prometo no destruir los cimientos del cariño que con mis hijos he construido, la vida ha de durar lo que dure y mientras tanto hay que vivirla.
He dicho.
@PalomaCuevasR