El debate parlamentario es sin duda una de las fórmulas más modernas de la competición por el poder político en países democráticos. En México, en lo que va del presente siglo, esta forma de discutir ideas entre adversarios electorales, gobernantes, opositores, ciudadanía y sociedad, se ha ido poblando de violencia de género.
Hace unas semanas presenciamos un diferendo entre dos integrantes del Congreso mexicano enfrentados a empujones. El caso fue ampliamente cubierto por las noticias, las redes sociales, comentado entre la población y en otros países.
Este encuentro no es el primero. Tampoco será el último. Hemos sido testigos de frases como “no soy la señora de la casa”; “las leyes, como las mujeres, se hicieron para violarlas”; “ahora resulta que somos sirvientas y chachas… ellas ¿qué son?, unas faranduleras defiende-Gaviotas”. Algunos apodos se escuchan en el debate parlamentario de la actualidad: Bellaco, princesa del Senado, entre otras manifestaciones sexistas, misóginas y discriminatorias.
En otros momentos, personalidades del gobierno, la política, el deporte y los espectáculos, se han referido a las mujeres como “rebuenas para la casa…”, “lavadoras de dos patas”, “animal preferido”, “mujeres, están fracasando. El sexenio anterior, el titular del Ejecutivo consideró que la violencia de género era ejercida por sus adversarios políticos disfrazados de feministas.
Comprendo el terreno de la política como un espacio de conflicto permanente, en donde pueden suceder encuentros y desencuentros de personas con ideas distintas sobre el quehacer del gobierno y el ejercicio de los recursos públicos. Allí, se emplea el discurso como materia prima (ideas e imágenes elaboradas con palabras y su prosodia).
Es decir, un conjunto de personas de diferentes colectividades, representantes populares electos democráticamente, situados en un espacio y tiempo determinado desde sus propias subjetividades (ideas personales y convicciones ideológicas), se manifiestan con palabras para establecer sus posturas y convencer a los votantes de que su propuesta es la mejor para el país.
Esta competencia política y discursiva está mediada por el papel que desempeñan los medios de comunicación, las redes sociales y otras ideas de empresarios, organizaciones privadas o civiles.
En un afán por reforzar sus posturas ideológicas, políticos y políticas han recurrido a estereotipos y roles de género como armas verbales contra sus adversarios. Considero que lejos de abonar a una deliberación democrática para ensanchar y enriquecer el debate crítico de las decisiones políticas y presupuestales en el país, sus frases y comportamientos reproducen la violencia de género en la vida política.
Sobre todo, porque esos discursos políticos se presentan en el espacio público como una obra teatral, una puesta en escena de expresión de poder basada en roles sexistas asociados a la guerra, la minimización de las mujeres o lo femenino, para controlar e imponer una idea sobre otras, convirtiendo la arena del debate en un coliseo de combate en donde se representa la superioridad masculina.
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