Queridos Itacenses, hoy vengo en acto de contrición ante el mundo a confesar los porqués de mis fallas y mis recientes acciones anacoretas.
Confieso que fui extrovertida en algún momento de la vida, que disfrutaba grandemente de las reuniones, de la música y el ambiente ruidoso y festivo que imprimen a su existencia.
Acúsome también de buscar la compañía de aquellas personas que me hacían reír hasta desternillarme de risa, a veces desde la completa sinrazón.
Acúsome al mismo tiempo de encontrar refugio de las cuestiones del mundo en los espacios donde unos cuantos, unas cuantas y unes cuantes hacían de la vida un lugar más llevadero en pláticas interminables donde analizábamos la manera correcta de hacer las cosas, de existir en el mundo, de ser desde lejos, protegidos por la posibilidad de contar con amigos, familia y cuidado.
Acúsome de gozar, bailar, cantar y mucho más en eventos memorables, plagados de diversión y ternura, de impulsos infantiles y juveniles, en situaciones completamente irreales.
Al mismo tiempo declaro que toda esa vida de apariencia terminó por hartarme, y vencerme.
Verán ustedes, hace un par de años que enfrenté un accidente catastrófico, he estado a punto de morirme en 9 ocasiones, lo cual me ha dado un mensaje muy claro: aún no termino lo que vine a hacer y como lo tengo muy claro, pues he de seguir empeñada en lo mío. El trabajo con, por y para quienes confían en mí.
Después del último accidente la vida decidió mostrarme un interruptor que había decidido ignorar por mucho tiempo, comenzando con la vacuidad de ciertos momentos, espacios y personas.
Toda esa vida previa se acabó para mí, invitándome a renacer dejando de lado todo lo que había dejado de ser pleno, de pertenecerme, y que me obligaba a estar, dónde, cuándo y cómo se esperaba, como si fuera parte de una escenografía completamente artificial.
Comencé entonces a ser y existir como cuando era una niña, desde la presencia y en acción concreta y rotunda.
Consciente de mí, de mi estado anímico y sobre todo vinculada con el universo que nos rodea, con la brisa, el rocío, los planetas.
He sido una nube que llueve al enterarme del dolor en las infancias, y no puedo comprender cómo en el mundo hay personas que se atrevan a violentar al más puro tesoro de la humanidad, a lastimarlas, a provocar su llanto.
Hoy ya no voy a donde no me da la gana, no es necesaria mi presencia, el mundo antes y después de mí seguirá rodando.
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Y si no hemos de ser capaces de agregar una estrofa al gran concierto de la humanidad, tampoco hemos de robarle una sola letra, ni siquiera una coma.
Verán he sido escritora los últimos treinta años, y apenas hace unos cuantos reuní el valor para publicar lo escrito y desde entonces las palabras, las ideas, los sueños, y mucho más no han dejado de fluir.
Escucho la forma en que estamos viviendo, y no la juzgo, sin embargo, duele.
Duele la indiferencia, duele el desplazamiento, duele el miedo, duele el dolor ajeno. Tal vez solamente sea esta conexión post-cuasi muerte.
Hay quien dice que es el sentir de los poetas, yo solo sueño que sea hasta la ternura, siempre y si no que la nación nos lo demande.
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