El barril de agua de Neza: acarreamiento con disciplina

El barril de agua de Neza: acarreamiento con disciplina

El barril de agua de Neza: acarreamiento con disciplina

La creciente zona conurbada, en los años 70, enfrentó diversos cambios; entre ellos, nuevas costumbres, como las del traslado del líquido para almacenarse en los hogares.

Redacción
Agosto 24, 2025

El sábado me levanté temprano para salir a jugar y cuando me asomé a la puerta lo primero que vi fue el enorme barril que apareció en medio del patio, estaba completamente seguro que anoche, antes de irme a la cama, ese barril no estaba ahí, así que seguramente mi papá lo trajo por la noche y lo acomodó justo a un lado del baño y pegado al  lavadero en donde mi mamá se pasaban los días enteros lavando la ropa de los trabajadores del rastro municipal que, cada tercer día, se la llevaban toda mugrosa, llena de sangre de puercos y vacas y ella devolvía perfectamente lavada y planchada. De esa forma era que nos ayudábamos con un poco de dinero para ir sorteando la terrible miseria en la que vivíamos. 

Desde el primer momento en que vi el barril este me pareció inmenso. Varios años después me enteraría que almacenaba más de 500 litros de agua, para mí fue un barril de miles de litros. Me parecía en verdad un barril sin fondo y eso lo aprendí un día muy de madrugada que mi papá me llamó y me dijo con mucha seriedad, 

—Aquí todos tenemos responsabilidades y desde hoy es tu responsabilidad que ese barril siempre, pero siempre este lleno de agua. 

El barril de agua de Neza: acarreamiento con disciplina

El acarreo de agua 

 Era el año 1969. Apenas había cumplido los 12 años y en Ciudad Nezahualcóyotl no existían aún las tomas de agua en las casas, había que ir a acarrear en cubetas hasta las llaves públicas, en verdad me daba mucha flojera, y luego, para colmo la palabra responsabilidad a me sonaba hueca, sin sentido, incomprensible; sin embargo, mi mamá un buen día me dio a entender, como solo ella sabía hacerlo, el amplio significado de esa palabra.

Recuerdo que fue un día sábado en que mi madre tenía el lavadero a tope de batas y mandiles apestosos de sangre y mugre y vio enfadada que en el barril no había ni gota de agua, no obstante que ya me lo había pedido, ella sostiene que pidió cuatro, pero yo aseguro que solamente fueron dos veces las que me dijo que le fuera a traer agua de la toma para llenarlo. Como haya sido, ella ya estaba como agua para chocolate porque yo no le atendía, la manera de hacérmelo saber fue mediante una cinturoniza, de esas que hacen época, de las que nunca olvidas. Me acuerdo que estaba descuidado, recargado sobre la mesa de la cocina viendo cómo caminaba una cucaracha con rumbo a la mermelada cuando, a media espalda, recibí el primero de la tanda, casi al mismo instante que me dio el segundo y ¡me cayó el tercero!, con el cuarto a media nalga alcancé a ver cómo la cucaracha brincó de la mesa y prudentemente salió huyendo despavorida. Ya para el quinto cintarazo yo estaba debajo de la mesa, el sexto y séptimo a un lado del refrigerador, el octavo me lo agarró sabroso porque fue junto a la estufa,  ese sí me dolió; parecíamos un ballet en perfecta coordinación, ya que para donde yo zigzagueara mi madre atrás de mi lo hacía exactamente igual, el noveno y el décimo fueron en la piernas corriendo hacia la puerta, el décimo primero me lo dio cuando estaba agachado, mientras buscaba las cubetas con desesperación debajo del lavadero, el doce y trece a media espalda, en verdad me hicieron ver estrellitas de colores, el catorce lo sentí un poco más ligero, seguramente porque ya se le estaba cansando la mano a mi jefecita, pero el quince en todo lo alto me hizo replantear esa hipótesis, el dieciséis me agarro tratando de regresar a la cocina y el diecisiete me hizo desistir del intento, un segundo antes del dieciocho pude finalmente ver las cubetas a un lado del zaguán. Corrí hacia ellas, justo en el momento que el diecinueve cayó sobre mi brazo izquierdo, el veinte ya no me lo alcanzó a dar, solo sentí el aire rozando mi oreja, el veintiuno pasó aún más lejos y el veintidós y el veintitrés se quedaron en promesa.

—Al rato que vuelvas, sentenció.

Largas caminatas 

Nunca en mi vida la calle El barrilito se me había hecho tan larga. Las dos cuadras que me separaban de la avenida Chimalhuacán, que era donde se encontraba la toma de agua, se me hicieron eternas. El sol en lo alto me quemaba, todo el cuerpo me ardía por los cinturonazos y, mientras caminaba con las piernas más que flojas, dos cosas me preocupaban, una: cómo me iría al regreso; dos, cómo esconder el cinturón a mi mamá y que ya nunca lo encontrara. 

La primer duda la resolví casi de inmediato, pues al regresar a casa con las dos primeras cubetas llenas de agua, mi mamá ya había colgado el cinturón sobre el tendedero y me advirtió:
—Ahí lo voy a dejar, ¡pero si vuelvo a ver ese barril sin agua conmigo te arreglas.

¡Qué bueno!, pensé. Por el momento no más azotes, así que el resto de la mañana me la pasé acarreando agua y rumiando la idea de cómo podría desaparecer a mi madre el cinturón. 

Pensé y pensé mucho. Gozaba imaginándome la idea de hacerlo cachitos con unas tijeras, o mejor aún, enrollarlo y tirarlo justo encima del techo de un camión chimeco o quizá echárselo a las vacas del establo de don Julián Arreola y disfrutar viendo cómo despacio lo masticaban hasta acabar con él. Decidí por tirarlo al tambo de la basura, revuelto entre cáscaras de fruta y pedazos de papel. Sonreí con gran satisfacción cuando el destartalado camión de basura arrancó con el cinturón metido entre los desperdicios y la inmundicia. Era un digno final para ese vil instrumento de tortura.

Mi mamá anduvo buscando el cinturón por algunos días, incluso me preguntó si yo lo había visto, más que haberlo visto, lo había sentido; pero cínicamente y cuál moderno San Pedro, lo negué tres veces, pero, ¡oh, iluso de mí!, nunca conté con la  sagacidad de mi madre que en la vida me enseñó muchas cosas,  entre ellas que cuando yo iba en el camino, ella ya venía de regreso, así fue que al otro día me mandó a ver qué tanto de agua tenía el barril y al asomarme lo encontré totalmente vacío, pero en el fondo, bien acomodadita, se distinguía claramente una pavorosa correa de plancha, de esas forradas y muy flexibles que se notaba había sido colocada ahí para un fin específico que yo intuía muy bien. Solo el imaginar cómo se sentiría un cordonazo de esos, aún me afloja las piernas y me hace temblar toditito. Así que, antes que otra cosa pasara le grité a mi mamacita con todas las fuerzas posibles:
—¡Le falta, le falta; pero ahorita te lo lleno! 

Y vámonos a acarrear cubetas con agua.

Anécdotas comunes 

De eso han pasado más de treinta años y no he encontrado todavía a un solo chamaco nezatlense de mi época que no recuerde o me platique historias semejantes de cinturonazos, varazos, escobazos, alambrazos, sartenazos, sillazos, cordonazos, varillazos, piedrazos, zapatazos y trancazos que nos arrimaron nuestros padres con el muy noble fin de educarnos. 

No estoy muy seguro de que este método siga funcionando, al menos con varios de nosotros funcionó y funcionó bastante bien, la mayoría nos hicimos responsables, disciplinados, honrados, ordenados y puntuales con esos golpes y creo que todos, seguramente, nos acordamos de al menos una buena tranquiza otorgada por cortesía de nuestra mamá o papá. En mi caso la recuerdo tan bien que aún soy capaz de describir de nuevo, con lujo de detalle,  toda la ruta que siguió el huracán. 

Recuerdo de la creciente comunidad

El tiempo pasó. Recuerdo de mi humilde pero muy alegre niñez, guardo en mi casa ese viejo barril, aún se conserva en buen estado, es madera buena, de la de antes, y créanlo o no, de vez en cuando, todavía me asomo para asegurarme de que siempre, pero siempre esté lleno de agua.

El barril de agua de Neza: acarreamiento con disciplina

Germán Aréchiga, cronista de Nezahualcóyotl

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