El mundo del absoluto silencio (I de II)
Tener algo y perderlo puede ser peor que no haberlo tenido nunca: así como imposible es extrañar, sentir nostalgia, inclusive imaginar sin mermas aquello que se desconoce por completo, imposible resulta no desear que todo vuelva a la normalidad, vale decir, que no cambie nada, seguir siendo quien se era; todo eso que dicho y hecho, en la memoria sea completo o a medias borrado de ella, vigente cada día o en reserva para cuando se le necesite, y ya sea bien o mal asimilado, definido, establecido, a veces hasta declarado a modo de divisa –lo cual es lo de menos cuando todo eso se pierde–, define al individuo, a la persona que cada uno es; poniéndose ontológico, diríase que define la esencia de ese ser. Vaya que no es poca cosa.
Si aquello que se pierde no es objeto material sino, póngase por ejemplo, un atributo o capacidad del orden fisiológico, se vive como en despojo permanente: cuando tenía dos piernas podía caminar; con mis dos brazos hacía esto y aquello con relativa facilidad; cuando podía ver, no filosóficamente hablando sino a nivel estrictamente corporal, el mundo estaba ahí ante mis ojos, que lo captaban en forma de paisaje, rostro, libro…; cuando podía escuchar, lo que veía se completaba –y a veces se explicaba sólo así– con el concierto a veces ordenado, a veces tan confuso y tan disperso, en el cual trinos ladridos maullidos timbres campanas cláxons motores notas musicales textos leídos en voz alta parlamentos en un teatro diálogos de una película voces voces todas las voces comenzando por la propia y, entonces, otra vez la identidad, la de los demás y la de uno cifrada en los sonidos, por lo cual ya no tenerlos tiene sabor a pérdida de unomismo, simultánea a la disminución del mundo entero que se ha vuelto silencioso pero, insoslayablemente, sólo para quien ya no puede escuchar, lo cual quiere decir hablando con rigor que no es verdad, el mundo no se ha sumido en un silencio falso salvo para mí, que lo escuchaba y, aunque de a ratos no quisiera hacerlo, eso no quería decir que prefiriera su cancelación definitiva; en todo caso, que fuera como encender la radio o poner un disco –o darle play a una playlist para los millenials–, subir el volumen para que se oiga fuerte y bien, ponerlo y escucharlo a placer, quitarlo cuando se me dé la gana, y no el castigo suscitado por no se sabe qué, la condena irremediable de saber que ahí donde no oigo nada hay un sonido, que de esa boca que se mueve surgen ruidos pero con significado, vocablos bien articulados, mensajes que ya no me llegan salvo que haya aprendido a leer los labios y eso quién sabe o nunca por completo porque la entonación es importante.
Eso en cuanto a uno mismo. Después están los otros. No sabía uno –y aprenderlo así sobre la marcha puede ser tortuoso, desolador, frustrante– que la famosa complejidad de las relaciones humanas se multiplica si una de las partes no es normal o, en este caso, deja de serlo: hasta para establecer el más sencillo de los diálogos es necesario un esfuerzo adicional que se querría compartido pero casi invariablemente lo ejerce sólo uno de los lados: el que no escucha o escucha mal, forzándose o forzado a pretender que puede y no hay problema porque la contraparte, a cada rato o todo el tiempo, se olvida de la condición –¿minusvalía?– de su interlocutor, y todavía se incordia cuando a uno no le queda más remedio que preguntar constantemente ¿qué?, ¿cómo?, y a veces de plano fingir que sí entendió y responder generalidades, ambiguamente, para que parezca que el diálogo funciona como se supone que debería.
Este juntapalabras ignora si Lucía Carreras, guionista, y Diego del Río, director, de Todo el silencio (2023), son parcialmente sordos, si son HOPS –Hijos Oyentes de Padres Sordos–, si tienen amigos que sean una u otra cosa, pero el filme que han realizado es un retrato amplio, sensible y muy bien trazado de ese mundo dentro de otro del que no se habla mucho: el mundo del absoluto silencio. (Continuará.)
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