En Toluca, la Navidad no solo empieza con villancicos ni con luces, sino con un aroma persistente a mole y quelite hervido que se cuela por la cocina desde el 23 de diciembre. Cocinar revoltijo, romeritos con mole, camarón y verduras, es mucho más que preparar un platillo; es un ritual doméstico que convoca a la familia entera y que, por unas horas, convierte la casa de los abuelos en el verdadero centro del universo.
En muchas familias del centro del país, y particularmente en Toluca, la tradición marcaba que los hijos casados formaran sus propios clanes, pero regresaran cada Nochebuena a la llamada casa grande.
El resultado era una mesa larga y generosa donde podían reunirse seis u ocho familias, con dos platillos obligatorios: bacalao capeado con jitomate y, por supuesto, revoltijo.
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El protagonista del campo a la mesa
Hasta la década de los 70, los romeritos, un quelite típico del centro de México, llegaban a los mercados de Toluca desde municipios cercanos al Valle de México. Se vendían empalmados, en rodeles similares a las coronas de Adviento, acomodados de tal manera que no se deshicieran.
La planta, que contrario a lo que se piensa no es la versión tierna del romero aromático que se usa para celebrar la Pascua, es considerada en otras regiones del país una maleza incluso dañina, pero con el tiempo estaba destinada a convertirse en protagonista de la cena navideña en México.
Prepararlos era trabajo comunitario. Quien ha limpiado romeritos sabe que no es tarea fácil; hay que arrancar tallos duros, brotes rebeldes y cualquier resto de raíz.
Una cadena de producción familiar
Desde la tarde del 23 de diciembre, los niños de la familia se sentaban en corrillo para cumplir misiones específicas. Los más grandes limpiaban los camarones secos, ásperos y salados; los pequeños se concentraban en desgranar chícharos o desenvainar habas. Las papas cambray se lavaban con cuidado y nada se desperdiciaba: cáscaras y cabezas de camarón se guardaban para molerse después en molcajete o metate y reforzar el sabor de la salsa. A diferencia de otras preparaciones como el mole de fiesta, el de los romeritos guarda el sabor del camarón y la acidez de los nopales.
Para prepararlo, las cocinas familiares se volvían una especie de línea de producción y, al mismo tiempo, un espacio de aprendizaje. El trabajo se asignaba según la edad y la habilidad, y cada tarea permitía a los niños demostrar de qué eran capaces. No era sencillo, pero sí profundamente divertido: primos platicando, risas, manos verdes de romerito y el sonido del agua hirviendo de fondo.
Cocinar revoltijo, en realidad, no es complicado; lo laborioso es la preparación previa. Los romeritos, ya limpios, se enjuagan, se hierven con un poco de carbonato, se escurren, se compactan en bolitas y se pican finamente. El guiso final quedaba bajo la responsabilidad de la nuera que se había quedado en la casa de los abuelos, generalmente la esposa del hijo menor: una especie de pase simbólico de la estafeta culinaria.
El sabor único del mole y sus secretos
El mole del revoltijo es especial: no es almendrado ni afrutado. Se elabora con chile ancho, mulato y pasilla, especias tradicionales y apenas un toque de chocolate.
La pasta se freía entonces en grandes cazuelas de barro ( traídas de Metepec) sobre un fogón de leña.
Para prepararlo se mezcla con polvo de camarón y, cuando está a punto de hervir (a punto de flor como decían las abuelitas), recibe a los romeritos, los camarones desalados, las papas cambray y los nopales cocidos.
En Toluca, la receta se enriquece con chícharos y habas verdes, ingredientes del campo mexiquense que aportan frescura y textura.
Algunas familias agregan tortitas de camarón, consideradas un manjar. En el Valle de Toluca se preparan con polvo de haba seca y polvo de camarón, ligados con huevo a punto de nieve. Son pequeñas joyas flotando en el mole, delicadas y llenas de sabor.
De humilde maleza a Patrimonio Cultural
El revoltijo tiene una historia humilde. Crónicas culinarias lo sitúan en los conventos coloniales, donde las monjas, ante la escasez, mezclaron lo que tenían a la mano. El “revoltijo” resultante sorprendió por su sabor y se difundió entre ciudades y pueblos del centro del país. De maleza a platillo festivo, el romerito recorrió siglos hasta convertirse en símbolo navideño.
Hoy, este guiso forma parte de la cocina tradicional mexicana, reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Pero más allá de los reconocimientos, el verdadero valor del revoltijo está en lo que convoca: memoria, trabajo colectivo y afecto.
Sentarse frente a una cazuela humeante de romeritos es probar una historia viva.
En Toluca, como en muchas otras ciudades del centro de México, este platillo recuerda que la cocina no sólo alimenta el cuerpo, sino que mantiene unida a la familia y confirma, cada diciembre, que las tradiciones se heredan mejor cuando se comparten.
Información de Magdalena Rojo
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