En el corazón de la reforma judicial se encuentran los reclamos añejos de una sociedad cansada de la corrupción, el influyentismo y los compadrazgos. La corrupción es un mal que mina al sistema de impartición de justicia en lo más profundo, porque erosiona el principal sustento de su legitimidad: la confianza ciudadana.
Cuando impera la percepción de que la justicia está corrompida, se pierde la fe en la integridad del sistema y con ello la capacidad de resolver los conflictos en forma efectiva.
La corrupción genera, además, impunidad. Frustra los esfuerzos de combate al crimen, de recaudación fiscal, de protección al ambiente y la rendición de cuentas en general. Quienes tienen la capacidad de influir, cooptar o sobornar al sistema de justicia operan al margen del estado de derecho, muchas veces, bajo el manto de una supuesta respetabilidad social, también comprada.
La corrupción produce inequidad. Cuando la justicia deja de ser un derecho para convertirse en mercancía, deja de estar al alcance de quienes más la necesitan: las personas más pobres, las más desfavorecidas, las más discriminadas. Se crea así un círculo negativo que socava la justicia y profundiza las desigualdades.
Las denuncias sobre la corrupción en el Poder Judicial de la Federación no son nada nuevo, ni son una construcción retórica artificial. Los excesos de la Suprema Corte, la existencia de redes de encubrimiento e influyentismo en contubernio con despachos, la manipulación de los turnos, el patrimonialismo y abuso de poder con que se ejercen los cargos, son prácticas que han sido denunciadas una y otra vez.
Con la reforma judicial, se presenta la oportunidad de romper con esta estructura de corrupción que ha viciado al sistema por años. Pero no solo se trata de renovar a la judicatura.
Para acabar de raíz con este mal, será necesaria la implementación de políticas de transparencia en la gestión judicial, principalmente para el turno de asuntos y la asignación de casos.
Será necesario diseñar sistemas de auditoría más sofisticados y crear canales seguros y anónimos para el reporte de actos de corrupción sin temor a represalias. Con el uso de la tecnología, se deberán identificar patrones anormales que vinculen a ciertos despachos con órganos jurisdiccionales, así como identificar los esquemas financieros, más allá del seguimiento patrimonial.
También será fundamental el papel del Tribunal de Disciplina, como órgano técnico encargado de la investigación, substanciación y resolución de los procedimientos administrativos.
Por primera vez se tratará de un órgano independiente, ajeno a la verticalidad que había caracterizado al Poder Judicial de la Federación.
La justicia no podrá ser humanista si no es, en primer lugar, honesta. Y el primer paso para ello será la participación amplia e informada en la elección judicial del próximo primero de junio.
Con la reforma judicial, se presenta la oportunidad de romper con esta estructura de corrupción que ha viciado al sistema por años.
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TAR