Por tres décadas, La Barranca ha construido un puente entre la tradición musical mexicana y las formas más intensas del rock. Un puente que no ha sido de concreto ni de fórmulas, sino de intemperie, duda y búsqueda. Por eso tiene sentido —y peso simbólico— que, en pleno aniversario, antes de llegar al Teatro Metropólitan con orquesta y luces teatrales, el grupo regrese a tocar donde la historia del rock se forja a ras de suelo: Ecatepec.
Hay algo poderoso en esa elección. No se trata solo de una escala logística ni de un “calentamiento” previo al gran show del 1 de noviembre. Es un gesto.
Una forma de decir que, a pesar del tiempo y los escenarios, La Barranca no ha perdido la brújula emocional ni el vínculo con quienes la escucharon primero desde la trinchera. Aquellos que, en ciudades duras como ésta, hicieron del rock una forma de aguantar, pensar, sobrevivir.
En esa misma periferia —donde los foros se arman con voluntad y los cables con retazos— también se celebrarán el 27 de julio, en el Centro Cívico de Ecatepec, los 30 años de Garrobos, banda insigne del metal urbano y el punk.
La coincidencia no es casual. Ni menor. Dos proyectos distintos, con lenguajes distintos, pero que comparten una ética: la de seguir tocando a pesar del ruido que no suena, del desgaste que no se ve, del olvido que siempre ronda.
Garrobos encabezará el cartel junto a Komptoir Chaos (Francia), Leprosy, Sangre de Avándaro, Perro Callejero, Anabantha, Mara, Lipss (tributo a KISS), Luzbel, Xenofobia, Autarkia, Tristeza Urbana, Vlance, Toma II, Karátula, Atrox (con músicos de Acidez), Excluded y Arkangel Urbano. La jornada iniciará al mediodía y promete un ambiente de hermandad sonora y memoria insurgente.
Mientras que Garrobos arma un festival tribal con más de 20 bandas y una comunidad que ha crecido desde el fanzine y la banqueta, La Barranca llega a La Grande de García (en Vía Morelos 53), con un repertorio cambiante, sin cuerdas sinfónicas pero con el filo intacto. A las 20:00 horas del 31 de julio, la distorsión no será para romper, sino para convocar. Para decir: aquí seguimos.
En voz de José Manuel Aguilera, lo que importa es que la banda suene. Y si suena bien —agrega—, no importa si es en un bar, en un teatro o en un festival. Esa consigna, tan simple como contundente, da sentido a una carrera que ha preferido el vértigo a la comodidad. Que ha sabido reinventarse disco tras disco, sin dejar de hablarle a la gente que vive al margen del reflector.
Ecatepec no es un espacio neutro. Es símbolo y espejo. En sus calles reverbera la desigualdad, pero también la creación. Allí donde muchas veces se cree que no hay cultura, se levanta una escena. A veces más punk, otras más densa, otras más poética. Pero viva. Es en ese entorno donde La Barranca vuelve a dejarse oír, no para repetir, sino para renovar el pacto con sus oyentes.
La gira de los 30 años ha incluido recitales completos de discos emblemáticos como El fuego de la noche y Piedad ciudad, así como la reedición en vinilo de varios álbumes fundamentales. En paralelo, el grupo ha integrado piezas de su más reciente producción, Antimateria, obra surgida en el periodo posterior a la pandemia.
Para José Manuel, esta etapa representa uno de los momentos más sólidos del grupo: “Es una de las alineaciones más entusiastas que hemos tenido.
Varios de ellos son músicos jóvenes que todavía tienen una relación muy sana con la música. Eso refresca muchísimo”. Esa combinación de experiencia y vitalidad se traduce en interpretaciones que, sin perder rigor, conservan una vibra cambiante y cercana.
Treinta años no se celebran solo con arreglos orquestales o funciones en recintos oficiales; también se celebran tocando en los márgenes. Allí donde el sonido sigue siendo resistencia y los amplificadores, un acto de fe. Allí donde La Barranca siempre ha tenido sentido.
PAT
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