La dama de blanco, la acompañante en Tecámac

La dama de blanco, la acompañante en Tecámac

Las columnas de la arquitectura del siglo XVIII en el municipio han sido testigo del andar de la misteriosa mujer.

Redacción
Abril 6, 2025

Aún sobrevive un puente colonial, a pesar del transcurso de los siglos, el acelerado crecimiento urbanístico y la dinámica modernización de las vías de comunicación. Ubicado sobre la carretera México-Pachuca 85, en el kilómetro 40, cerca del pueblo de San Jerónimo Xonacahuacán y frente a la entrada de la otrora hacienda de Santa Lucía, donde se ubica el flamante Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles.

Puente de piedra y ladrillo sostenido por dos arcadas escarzanas, que da paso a las constantes aguas de la barranca del Yacacal, que fluían de los cerros adyacentes; como el Tonalá, de oriente a poniente. Toda vez que en el verano, se incrementaba la creciente con aguas pluviales, para terminar su recorrido, en el lecho del lago de Xaltocan, y encontrar su remanso en la apacible ciénega de la próspera hacienda de los jesuitas.

Fue mandado construir por cuenta de Pedro Romero de Terreros, Primer Conde de Regla, con la finalidad de permitir que circularan las diligencias, calandrias y otro tipo de carruajes, sobre el Camino Carretero a las minas de Pachuca.

El Conde de Regla  en 1743, cuando radicó en la Ciudad de Pachuca, se asoció con José Alejandro Bustamante y Bustillo, quien había conseguido desde 1739, el permiso del virrey Juan Antonio de Vazarrón y Eguarreta, arzobispo de México, para realizar trabajos de explotación  en La veta denominada La Vizcaína. A la muerte accidental de Bustamante en 1750 le permitió a Romero de Terreros reclamar y tomar posesión permanente como propietario único de La veta, en donde había invertido una importante suma de dinero.

Años después siendo Virrey Francisco Güemes, Conde de Revillagigedo, se destacó como un excelente administrador, quien con gran éxito reorganizó la Hacienda Pública, saneó la recaudación de los impuestos y permitió el libre comercio, pero con la atenta vigilancia para evitar contrabando. No permitió el abuso de los empleados del fisco y castigaba con severidad a quienes malversaron los fondos públicos. Al conde de Revillagigedo le interesó de manera muy especial el desarrollo de la industria minera, durante su periodo de gobierno como virrey.

Romero de Terreros le propuso al virrey de la Nueva España la construcción de un puente de piedra en la intersección del Camino Real con el de la Hacienda de Santa Lucía y que sustituyera el puente de vigas armado con anterioridad.

Fue construido con tanto empeño que las columnas cuadrilongas fueron forradas con cantera labrada, rematando los pináculos de cada una de ellas con cantera café, en bloques de una sola pieza.  El tramo del puente sobre el Camino Real fue totalmente empedrado.

La decoración de los arcos escarzanos poseen una belleza singular, ya que la colocación  de la bóvedas a la orilla de las arcadas, se alternan con ladrillo rojo y cantera; así como los intradós de ambas arcadas, esto, además de ser un decorativo arquitectónico, sirvió para amortiguar las vibraciones del paso de los carruajes.

Sobre las columnas ubicadas a mitad del puente se erigieron dos obeliscos construidos de ladrillo que son soportados por cornisas y rodapiés de cantera café. Uno viendo al oriente y otro al poniente, con placas de cantera donde se registraron la fecha de terminación, y haciendo mención al virrey de la Nueva España, y otra a Pedro Romero de Terreros.

Diez sólidos contrafuertes de forma romboide, cinco ubicados de cada lado, sostienen el puente, como incólumes custodios y guardianes eternos.

Mide más de 20 metros de largo por 12 metros de ancho;  además de las bardas de desvanecimiento que se prolonga por más de 25 metros de largo en ambos lados.

Sobre este puente de piedra se han tejido un buen número de mitos y leyendas, así como narrado muchos sucesos y anécdotas históricas, como el de La dama de blanco. 

Fue en aquellos años cuando comenzaron a circular los primeros autobuses de pasajeros, como El corralito, La Rana y el México-Zumpango.

Romualdo Romero Rubirosa era originario de San Jerónimo Xonacahuacan. Una tarde  regresaba muy contento de la Ciudad de México, donde trabajaba cerca de La Merced.

Pidió con anticipación la parada en El cuarenta, así le decían al único lugar para subir y bajar el pasaje, por estar ubicado sobre el kilómetro 40 de la carretera México-Pachuca.

Después de las 20:00 horas ya no había transporte para ingresar al pueblo, las personas que regresaban a su casa por la tarde tenían que caminar.

La distancia era relativamente corta y el camino, aunque era de tepetate, era seguro y firme.

Circulaba paralelo a la barranca, que en esa época de estío se encontraba seca.

Romualdo se fue caminando y a mitad del sendero, a la orilla de la barranca, encontró caminando una mujer vestida de blanco. 

“Me fui acercando a ella y la saludé respetuosamente. Ella me devolvió el saludo con una sonrisa y mirada enigmática. Muy sonriente y alegre me decía que tenía poco de haber llegado a vivir al pueblo, y que vivía muy cerca del panteón de San Jerónimo. Me ofrecí a acompañarla hasta su casa. Lo bueno es que no era muy tarde y la noche se iluminaba con la luz de una luna llena. Algo que no me había dado cuenta, es que esa mujer cuando caminaba, era como si flotara despegada unos centímetros del suelo. Todo el camino que recorrimos era prácticamente el caudal de la barranca por donde, habitualmente, corría el  agua en época de lluvias, pero el arroyo estaba árido. Llegamos a un lugar que llaman Yacacal, ahora es como una cascada seca, debajo y de los dos lados, se asomaban unas cavernas, donde solo se escuchaba el sonido del aire silbante en su interior. La dama de blanco, me dijo que ahí vivía. Me asomé en el hueco de la roca, pero no vi nada. Al voltear de nuevo, para verle el rostro de frente, tenía la cara ensangrentada, como si fuera una máscara de lechuza con ojos redondos horripilantes. Fue tanto mi susto que regresé corriendo por donde habíamos llegado. Cuando por fin llegué al puente de piedra, ya había amanecido”, cuenta Romualdo.

Texto y fotos de Néstor Granillo, cronista vitalicio de Tecámac 

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