A veces, el rock duele. No por la distorsión ni por la furia lírica. Duele porque calla. Porque detrás del estruendo y la rebeldía hay cuerpos que se apagan en silencio, voces que se debilitan sin micrófono ni aplauso. Y cuando la música se detiene, no por decisión, sino por enfermedad, el eco que queda no es ovación: es reclamo.
El primer cuarto de siglo marca un momento particularmente cruel para el rock mexicano. En apenas unos meses hemos despedido a Angélica Infante, diva del rock mexicano; David Lerma, El Guadaña, vocalista de Banda Bostik; a Eduardo “Lalo” Toral, tecladista histórico de El Tri; y a Jaime Rodríguez, exbajista de El Haragán y Compañía. También partió Raúl Zavala, “Atrio Lestat Van Wolf”, figura entrañable del rock gótico nacional, quien participó en El Clan y Fausto. Músicos distintos entre sí, pero unidos por una misma historia: la de una despedida sin red de protección, sin cobertura médica, sin sistema que los sostuviera.
Raúl, base sólida de las bandas en que participó, se nos fue el 23 de mayo. David Lerma murió el 18 de mayo, a los 61 años, tras resistir durante años una enfermedad degenerativa. Lo vimos adelgazar, decaer, pero también volver una y otra vez al escenario. No hubo retiro: hubo entrega hasta el final. Lalo Toral nos dejó el 2 de marzo. Su teclado marcó una era en el rock nacional, y su muerte silenciosa contrastó con el volumen de su legado.
Jaime Rodríguez, quien forjó la base rítmica de una de las bandas más representativas del rock urbano, falleció el 18 de abril. El 5 de marzo falleció de manera inesperada la gran Angélica Infante, sobrina nieta del ídolo de México, rockera, locutora y excelente ser humano. Ninguno de ellos tuvo respaldo de los servicios públicos de salud más allá del cariño de su comunidad. Todos ellos fueron héroes sin escudo.
Y entonces están los que aún pelean. Xava Drago, la voz de Coda, enfrenta un cáncer gástrico agresivo que regresó este año tras una aparente recuperación. Ha sido hospitalizado, no puede alimentarse con normalidad y depende de un tratamiento experimental que cuesta más de 100 mil pesos.
Su video de agradecimiento, grabado desde la cama de hospital, conmueve más que cualquier balada.
Felipe de la Mora, referente del metal mexicano, sufrió un paro cardiorrespiratorio el 21 de mayo. Está intubado, grave, sostenido por la fe de su gente y la fuerza de su cuerpo. Su entorno informa con cuidado, pide oraciones, pero también revela lo evidente: el sistema médico lo dejó solo.
José Cruz Camargo, alma de Real de Catorce, enfrenta una recaída de esclerosis múltiple. Con su característico filo verbal, denunció hace unos días la negligencia de médicos que no atendieron la urgencia de su brote. Desde hace años escribe, canta y sobrevive desde una silla de ruedas y muchas tocadas son para pagar la cuota del IMSS.
Todos ellos tienen algo en común: no deberían estar enfrentando estas batallas solos. El cuerpo de un rockero no es inmune. Se quiebra, se cansa, y cuando eso ocurre, no hay glamur: hay quimioterapia, hay terapias respiratorias, hay trámites y omisiones. El escenario, glorioso como es, no garantiza atención médica. No da pensión. No asegura el derecho más básico: el de no morir en el olvido.
Si bien la imagen del artista invencible persiste, las cifras de enfermedades crónicas y fallecimientos prematuros desmienten el mito. Ejemplos como Keith Richards, que ha sobrevivido a múltiples crisis de salud, contrastan con figuras que no lograron superarlas. El resultado: músicos que dependen de colectas, conciertos benéficos y cadenas de oración para sobrevivir.
Sin embargo, la música sigue. Porque ellos siguen. Porque aún intubados, hospitalizados o paralizados, el pulso del rock late en sus cuerpos. Porque la resistencia, para ellos, no es pose sino un estilo de vida.
Si bien la imagen del artista invencible persiste, las cifras de enfermedades crónicas y fallecimientos prematuros desmienten el mito.
PAT
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