Los coyotes de La Marquesa

Los coyotes de La Marquesa

A mediados del siglo XX las haciendas de la zona de Ocoyoacac, municipio al que pertenece la conocida área boscosa, se convirtieron en el lugar de resguardo de familias que cuidaban animales.

Redacción
Mayo 18, 2025

La hacienda de Las Cruces o de La Marquesa, ubicada entre las ciudades de México y Toluca, desde 1532 se distinguió por la cría de ganado. Hernán Cortés en su testamento menciona que su cortijo tuvo 20 mil cabezas de ganado menor. 

El 26 de noviembre de 1914 Villa llegó a la Ciudad de México, antes del Pacto de Xochimilco, y para el sustento del ejército ordenó a los generales Lucio Blanco y Miguel Martínez Carmona (de Los Chirinos), tomaran de la hacienda de La Marquesa, en calidad de requisa, los bastimentos necesarios como: ganado, caballos, ovejas, gallinas y semillas.

Después del saqueo incendiaron la finca de madera, solo respetaron los ranchos de los acasillados y a los corderos pequeños que poseían los miembros de las seis familias de los indigentes y peones.

El pastoreo de ovejas

Los acasillados de la hacienda de La Marquesa vivieron en la indigencia; pues solo contaban con una casucha con techo de tejamanil, zacatón —o teja— y piso de tierra, corral, milpa, algunas gallinas, un pequeño rebaño de ovejas, un burro, mula o caballo para acarrear la leña. 

Los adultos continuaron, hasta la época revolucionaria, como personas de apoyo y servicio, los hijos de estos después de las clases se dedicaban a recolectar hongos o leña en el monte o a pastorear rebaños de ovejas en los llanos. Al año, las ovejas solían tener crías en dos ocasiones. 

Durante el frío invierno era congelante por las nevadas, a mediados del siglo XX  ocurrían una vez al año y llegaban a tener hasta 30 o 40 centímetros de espesor de nieve.

Las casas estaban techadas con teja y los corrales con tejamanil que no soportaban el peso de la nieve, se caían con facilidad y desprotegían a los rebaños.  

Durante la temporada de lluvias los pastores se cubrían con un pachón, parecido a una manta que se realizaba con palma tejida, se usaba desde el cuello hasta los pies y la cabeza era cubierta con un sombrero de palma.  

Lo que más solía desesperar a los pastores era que, cuando se encontraban cerca de la ranchería La Marquesa, las ovejas corrían en conjunto sin control hacia el sitio donde se hallaban las canoas de madera con sal o tequezquite que en el lugar se resguardaban. Era casi imposible detener a las ovejas, lo que generaba impotencia entre los acarreadores y algunos terminaban en llanto, por la desesperación. 

Los cuidadores de la zona, entre sus anécdotas, destacaron que disfrutaban los días de espesa niebla, pues la suave brisa que bañaba lentamente el rostro  de quien atravesaba las llanuras de la zona, algunos se sentían desesperados y con zozobra cuando entre la espesa niebla, con lluvia ligera, la lana de las ovejas se humedecía. Desprendían el olor auténtico de la lana, lo que, por desfortuna,  atraía el fino olfato de los coyotes que habitaban en la espesura del bosque; sigilosos se acercaban para devorar a los corderos. 

Una ocasión, sin meditar el peligro, cuando el coyote tenía prendido del cuello a un cordero, uno de los pastores trató, con imprudencia, de arrebatar la presa del coyote, por lo que este tuvo que ser amenazado por un gran garrote; el objetivo no se cumplió, la fiera corrió con su presa entre las fauces.

Otra de las desavenencias es que los rayos de las tormentas también electrocutaban a los borreguitos que se cubrían de la lluvia debajo de los árboles.

Uno de los más grandes placeres en la travesía del pastoreo era el disfrute del itacate, que consistía en tortillas enchiladas, tacos de hongos, verduras y frijoles refritos acompañados con agua de limón o naranja. También había papas o habas secas en el rescoldo de una fogata. 

Durante el pastoreo recolectaban leña de las faldas de los montes, para el fogón de la cocina.

Para no aburrirse, tocaban una flauta de carrizo, se sentaban a la orilla del arroyo para contemplar los tepocates, ranas, ajolotes y truchas de río. Muchas veces las capturaban para ser preparadas con casa.

Durante la temporada de lluvias recolectaban hongos comestibles del llano y del bosque.

La captura de los coyotes

La mayoría de los acasillados de la hacienda criaban su ganado ovejuno, y contadas personas tenían entre su ganado alguna vaca. 

Los corrales por lo general durante las noches eran vigilados por los pastores que tenían su casucha adjunta, porque entre las penumbras o durante los días nublados y lluviosos los coyotes se acercaban hasta los corrales.

Si el dueño no se percataba de la presencia del peligro la fiera salía furtivamente entre saltos del cerco, con su cordero entre las fauces. Había ocasiones que acudían jaurías completas de coyotes y lograban atacar al ganado mayor, para salir veloces con la oveja sacrificada. La mayoría de los dueños de rebaños contaban con una desvencijada escopeta de chimenea para proteger al ganado.

Agapito Alva Carvajal era pastor del enorme rebaño de la señora Ángela Escorcia, pero no contaba con una carabina para ahuyentar al coyote. Se destacaba de entre los vecinos por su gran ingenio para cazar a estas fieras; pues empleaba la técnica prehispánica, colocaba una trampa con morillos de madera en forma de jaula cúbica, cuya parte frontal contaba con una puerta falsa con bisagras en la parte superior y trabada la hoja de la puerta con una reata del que pendía en el fondo con un trozo de carne fresca y olorosa para atraer el olfato del coyote. La fiera guiada por el incitante aroma entraba a la jaula, al dar el jalón para tratar de desprender el exquisito manjar automáticamente accionaba la trampa que le dejaba cautivo cuando caía la pesada puerta y se convertía en prisionera.

Los aullidos del coyote despertaban a los habitantes de la aldea, entre los enterados salía uno y se encargaba de difundir la noticia de la captura del feroz animal para que acudieran de inmediato y para evitar la fuga del coyote introducían garrochas en la trampa para obligarle a recorrerse hacia atrás hasta que pudiese ser atado vivo. Una vez amordazado del hocico y amarrado fuertemente de las patas era sacado de la jaula y colocado sobre un carretón con ruedas de madera. Una vez atado era exhibido con júbilo por el captor que recorría las callejuelas y veredas de la comarca. 

Al enterarse las amas de casa le premiaban con alimentos, pulque, dinero, gallinas, huevos, carneros, semillas, ropa y todo lo de valor que tuviesen a su alcance como pago por el servicio de haberles liberado del depredador de sus rebaños.

Al retornar el trampero iba henchido de orgullo, alegría y obsequios, ya que era considerado como “héroe por un día”.

El señor Agapito atrapó muchos coyotes y con el fruto de los obsequios logró comprar una escopeta de chimenea o de recarga manual, pero no dejó de capturar coyotes en su trampa.

Información de Pedro Gutiérrez, cronista vitalicio de Ocoyoacac.

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