Los rinocerontes se queman
Antevasin
Hablar de rinocerontes es hacer espacio en la mente para una bestia impresionante, animal terrestre de gran tamaño que como tótem tiene un simbolismo ancestral:
“Ese” ser solitario que muestra cómo estar cómodo dentro de sí con dignidad.
Su principal lección es esa: “¡Conócete a ti mismo y vencerás!” Consuelo Ortega, médico de profesión llama a su libro los Rinocerontes se queman, la imagen como tal simplemente al mencionar este título es poderosa, un incendio interior que conjunta lo más cercano entre la figura de expectativa del unicornio y la tremenda realidad del terrenal rinoceronte.
Los rinocerontes de queman se divide en 5 secciones, Abolengo que consta de 5 textos, Lipton de 9, Folie á deux de 7, Hossana de 5 e Hisopado de 14.
Mientras que la mezcla entre la prosa poética y la poesía como tal nos lleva a disfrutar de momentos de trance que terminan por incluirnos en el viaje de la autora que cual Alice Liddell -la del país de las maravillas- a manera de viaje de renacimiento se atreve a entrar en la madriguera de un conejo que la llevará de la mano en una dolorosa travesía por los recuerdos de infancia y la tortura de las huellas de abandono.
Que la expulsarán renacida de sí misma y de la existencia, esa de la cual solo puede salirse amoratada, con las rodillas raspadas y un poco ensangrentada, pero al mismo tiempo fortalecida.
Consuelo Nieto Ortega – Consuelo Ortega presenta un libro con una mezcla entre prosa poética y clara coquetería si no es que descarado romance con una poesía descarnada, desprovista de los artilugios de lo “bonito” abandonando el florilegio de la cursilería para incursionar en el terrible éxtasis de lo real, lo verdadero, lo alejado de lo “coge quedito”.
Ya en Padre Símil, nos habla de un “Padre gato con muchas vidas paralelas que no se mueren, se materializan en hijos.”
Esos tantos hijos de esos tantos padres que no se comprometen con más nada que su gozo personal, luego le recuerda el cruel destino del paso de los años cuando espeta “Padre símil, te me vas poniendo viejo, eres el mismo monstruo, pero ahora hueles a naftalina…” el destino nos alcanza y las que vemos como espectadoras a esos hombres que se creyeron inmortales los observamos morir tranquilas…
Entre los padres ausentes y las madres excesivamente presentes, las promesas “Mamá, te prometo que siempre soñé con ser poeta”, intermitencia es la palabra clave para ser testigos de un todo y curar o anestesiar el dolor de quien no está, dolores como el de atravesar la piel por el hierro incandescente de un desprecio vivo.
Las hijas vivimos siempre a nuestros padres de maneras intensas y Consuelo se atreve a nombrar lo que muchas se callan y lo llama abandono:
“Tu apellido en la cuerda floja y mis malabares”.
En el Abolengo llevamos la penitencia de las ruinas sobre las que nos construyen otras infancias previamente derruidas y de esos escombros raramente salimos victoriosos, cada uno caminando con las cicatrices no visibles, pero que terminan por definirnos.
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En Lipton, “morir se predica”, con platos rotos de por medio, alguien por supuesto tendrá que pagar por ellos, se fractura la porcelana y el alma aun existirá como una promesa para seguir albergando tanto dolor.
La soledad se presenta como lo que es, un maldito hueco, un vacío. Con él vamos por la vida tratando de llenar un costal sin fondo y pretendiendo, por qué no, estar bien, en el eterno inconformismo de manos llenitas de nada.
“La música de fondo es el llanto de mamá”, en este maratón interminable en el que hemos convertido la vida gracias al eterno cansancio que es síntoma y adjetivo de una generación y de otra, y otra, y otra que se abalanzan hambrientas a recoger los mendrugos de placer a los que accedemos mientras nos destrozamos de agotamiento.
Terminamos por transformarnos en eternos seres en marcha, esos que se van, porque para quedarse, aún no nos alcanza, todavía…
Desfogarse como las mujeres pasajeras, esas en tránsito eterno, siendo arrancadas de un recuerdo que no merece prolongarse, que se revuelve incierto agarrando – así con las garras, esas del rapiñaje – nuestras cosas, todas ellas para acomodarlas con los te quiero y los momentos en el hueco entre nuestras piernas, donde todo cabe sabiéndolo acomodar y el espacio no se acaba es del tamaño universal del vacío del alma.
Viajar en la maldición iniciada con el nacimiento y la cadena de eventos afortunados que nos obligan a mantenernos aquí con la promesa de una posible existencia mejor…
El terror ante la posibilidad de aceptación del otro en nuestra vida, la manera de ver al mundo a través de los ojos “despaisajados” de los viejos, hacer que los días cuenten y saber que no somos más que un montón de números que tal vez a alguien le hayan de importar.
Incendiarse en un infierno personal y ante todo y a pesar de todos volver a encender la flama inmensa de donde como ave fénix resurgirá de las cenizas lo que de nosotros permanezca, a fin de cuentas, de lo perdido lo que aún se encuentra.
Con-sue-lo no promete paz, ni esperanza, viene a generarnos al interior la guerra, la verdadera, de la cual urge salir al menos incapacitado, pero aún vivos y la poeta, se regodea en disfrutarlo.
Si algo ha de salvarse al final de toda esta catástrofe, habrá de ser el fuego para abrasarnos así con “s” y generar nuevas hogueras y que sea la inmolación lo que Dios quiera.
Afortunadamente al nacer ya estamos todos muertos.
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