Los trozos de ocote; leyenda de muertos de Ecatzingo

Foto: Especial

Los trozos de ocote; leyenda de muertos de Ecatzingo

En tiempos de la celebración a los muertos, la historia de un hachero que dudaba del regreso de la ánimas, mantiene viva la tradición de las ofrendas.

Redacción
Octubre 5, 2025

Este no es un relato de un cronista. Es una pieza de tradición oral que sigue rondando en las familias del municipio de Ecatzingo, uno de los que componen el polígono de riesgo alrededor del Popocatépetl. Cada versión con sus variantes pero todas con el mismo sentido del arraigo familiar y el cariño que no puede ser vencido por la muerte.

Este relato es, quizás, uno de los más populares de la temporada y solía contarse a la luz de las fogatas en las noches de octubre mientras los niños pasaban con una lámpara hecha con un chilacayote vaciado y una carita feliz tallada, pidiendo dulces o tamales y gritando “¡La calavera tiene hambre!”.

La historia dice que en el pueblo vivía, en tiempos cercanos a la Revolución Mexicana, un hachero, que es como se llama a los leñadores en la región, que desde muy joven tenía la costumbre de beber en exceso.

Era el único hijo de una pareja que murió siendo ambos ancianos. En vida, los padres le pedían que compusiera su camino y dejara los vicios, sobre todo porque ya tenía una familia que cuidar.

No obstante, el hombre no siguió los consejos y, para cuando sus padres murieron, estaba sumido en el alcoholismo y mantenía a su familia en la miseria.

Los trozos de ocote

Todo lo que obtenía cortando madera de los bosques cercanos a los volcanes o haciendo bolas de carbón de horno, que por cierto no era poco, se perdía en las parrandas una vez que el hachero bajaba del monte.

Más tardaba el hombre en el monte, que en regresar a su casa sin dinero, ebrio y furioso por no tener más con qué proveer a la familia.

Fue el año en el que más hundido en el vicio y las deudas estaba, cuando su esposa le recordó con tiempo el compromiso de levantar la ofrenda para los muertos el día indicado.

En Ecatzingo, debido a su herencia cultural muy influida por las culturas acolhua y mexica, la celebración comienza desde el 28 de octubre e incluso desde el 27, para recibir a las diferentes ánimas que llegan de regreso a sus hogares según su edad y la forma en la que murieron.

Algunas familias reciben a quienes dejaron este mundo a causa de muertes violentas o bien fallecieron ahogados desde el 27 de octubre, la mayoría prepara una ofrenda de dulces y comida suave y sin picante para el altar de los niños, a quienes se celebra el 28.

Así, cada día los altares van creciendo y para el 1 de noviembre, fecha en que se celebran a los Fieles Difuntos, se completa con fruta, mole, arroz y frijoles que, juntos, son el platillo tradicional de las fiestas junto con tamales y otras viandas.

La esposa del hombre insistió en cumplir con la ofrenda pues sus suegros siempre habían sido atentos y cariñosos con ella.

El afecto de su nuera había sido, para los ancianos, un poco de alivio a la preocupación de ver a su hijo metido en tantos problemas. Ese cariño traspasaba la muerte, pues la mujer se encargaba de llevar cada cierto tiempo flores a la tumba de sus suegros.

Mis padres están muertos y de allá no regresa nadie

La respuesta del hachero no solo fue hostil sino violenta, a gritos se negó a dar un solo peso para cubrir los gastos de un banquete para las almas.

“Por favor –dijo ella– recuerda que tus papás vendrán de visita”.

“Mis padres están muertos y de allá no regresa nadie, son mentiras de la gente que las ánimas vuelven…” gritó él mientras agredía a su esposa para después ir a la cantina a embriagarse.

Entrada la noche, la borrachera guió sus pies al monte en lugar de regresar a su casa. Mientras subía, en la oscuridad, pensaba que quizás si bajaba algo más de madera, en una fecha en la que se ocupaba mucho en las cocinas, podría seguir bebiendo.

Recogió algunos trozos y, antes de bajar de nuevo, con el hacha rajó un árbol de ocote para sacar dos tiras largas y delgadas.

Aún medio borracho, se quedó a dormir en la entrada del pueblo. Entre sueños escuchó una voz que lo llamaba por su nombre y le explicaba que aquello de la vida eterna espiritual después de la terrena, en efecto existe. Le insistía en que nuestro paso por la Tierra es el resultado de miles de vidas anteriores a las que debemos recordar y honrar.

Testarudo, incluso en sus sueños, el hombre pidió pruebas de todo aquello. La voz le dio una instrucción muy sencilla: “Podrás ver lo que te digo, si te untas las legañas de un perro en los ojos”. El hachero la escuchó antes de despertar.

Antes del amanecer y con una resaca terrible, llegó el hombre a su casa. Su mujer lo esperaba con un poco de comida. Entre el remordimiento y el desgano, el hombre le entregó los trozos de ocote con una órden: “Enciendelos, para mis padres…”

Al atardecer del 1 de noviembre, mientras en todas las casas se celebraba a los Fieles Difuntos, él estaba de nuevo borracho y tirado frente a la puerta del Templo de San Pedro y allí se quedó hasta la tarde del día 2.

Al despertar, frente a él estaba un enorme perro negro que parecía esperar a que recobrara conciencia. En ese momento, recordó el sueño y las instrucciones de la voz.

Quizás fue la curiosidad o tal vez la resaca lo que hizo que, no sin asco, le quitara de los ojos las legañas al animal y las pusiera en los suyos. El can no solo se lo permitió, sino que una vez que lo hizo, desapareció por el camino.

En ese momento sonó el repique de campanas anunciando las tres de la tarde y el fin de la celebración de Día de Muertos; con ello, también el regreso de las ánimas al mundo espiritual.

Fue cuando el hachero, parado en la entrada del templo, vio salir una procesión muy nutrida de personas que cargaban canastas y cazuelas llenas de comida y fruta. Hablaban entre ellos y reían mientras se convidaban tragos de tequila y pulque, platicaba cada uno sobre su visita mientras se dirigían por la calle empedrada que sube del lugar hacia el panteón.

Al final de toda aquella gente dos luces ardían en la oscuridad. El corazón del hombre se partió al ver salir de las sombras a sus padres quienes entre sus manos solo llevaban los trozos de ocote que su nuera les había encendido a manera de velas como única ofrenda.

Los viejecitos, encorvados por los años de su vida y el dolor de dejar a su hijo en malos pasos se apoyaban uno al otro en su camino mientras gruesas lágrimas rodaban por su rostro y se hundían en sus arrugas.

Es verdad que cada quien cuenta la historia según la recuerda como se la contaron en el viejo Ecatzingo. Pero todas las versiones terminan casi igual: Aquella visión hizo que el hombre retomara su vida. Más que asustado, regresó triste a su casa, adolorido por el destino de sus viejitos y prometiendo no volver a dejar que, aún en su muerte, siguieran llorando por él y esperando su regreso cada año a una mesa dispuesta con cariño y esmero hasta que también llegó su tiempo de partir.

Los trozos de ocote; leyenda de muertos de Ecatzingo

Información de Angélica Vargas

TE SUGERIMOS:

¡La Jornada Estado de México ya está en WhatsApp! Sigue nuestro CANAL y entérate de la información más importante del día.

TAR

UAEM2