No recuerdo la edad exacta de mi primera chamba, quizá seis años, a principios de los ochenta. Recuerdo eso sí, muy bien a mi empleadora, una mujer bajita, delgada e hiperactiva. Doña O era conocida por medio barrio como La Cubana, también por su manera de hablar salpicado de palabras un poco soeces y quizá de uso común en la isla de donde venía.
Sabrá Dios como había hecho para establecer una tienda de abarrotes muy bien surtida pero con la que apenas subsistía. Le costó dos largos años de trabajo ahorrar para sacar a su pareja de Cuba, el Señor E, un tipo alto, escurridizo y sobre todo flojo, esto último no le era grato escuchar a Doña O, quien consideraba que trabajar todo el día en reparar un auto que nunca arrancaba era cansado y que el Señor E no era un sin oficio cualquiera.
Era una buscavidas que hacía de todo con dinero conseguido a rédito, que pedía y luego se escondía en la trastienda cuando no podía pagar.
Pasaron por ese mostrador muchos niños de primaria que le ayudaban a atender, pedía sobre todo que no fueran bobos y sí honrados, el orden inverso de los requisitos pedidos en el pasado gobierno. Algunos pequeños de mi familia pasaron por esa fila.
Alguien le habló de la venta en los recreos y de lo fácil que era hacer dinero, así que empeñosa se lanzó a una producción masiva para vender a las escuelas de la zona, flanes, palomitas y frituras en forma de rueda. Montó una línea de producción de dos trabajadores infantiles, uno llenaba las bolsas y otro las cerraba con una selladora manual.
No había espacio para un trabajador más, pero aquí aparezco yo, simplemente le dije a mi pariente: ruégale, ruégale y dile que yo le ayudo, aunque no me pague. Una oferta irresistible para ella, mano de obra gratis. Empezaría al otro día.
Recuerdo que transcurrió rápido y también que no me cansé mucho. Al final de la jornada La Cubana acudía a revisar la producción, yo solo sentí su mirada inquisitiva, meneando la cabeza y balbuceando por lo bajo un “que comemielda”.
Luego llamó a mi pariente y le dijo susurrando: No chico, no me traiga más a ese pariente tuyo, ¡me va a dejar sin negocio!
Llegué a casa sin hambre, la boca toda embarrada de grasa y picante delataba que mi trabajo había sido solo catar las frituras, sin embargo lo di todo, yo iba a inspeccionar la calidad del producto, ¡por eso no le había cobrado!
A los sinceros no nos entienden, estamos hasta mal vistos, pero ojo, somos resistentes y persistentes.
No me volví a emplear, así es como me convertí años más tarde en empresario, para no pasar por un despido más.
¡La Jornada Estado de México ya está en WhatsApp! Sigue nuestro CANAL y entérate de la información más importante del día.
TAR