Nosotros escribimos la historia
Con singular alegría
Por Gilda Montaño
Cada día las noticias me tienen más atónita y estupefacta. Estoy cansada de oír como nota principal, puros sinsabores: muertes, violaciones, asesinatos, golpes, capturas, secuestros, guerras entre países de hermanos y un violador que quiere ser gobernador. Es por eso que prefiero darme a la tarea de investigar lo más importante de las ciencias sociales. Hoy les regalo a uno de los autores más importantes: Wright Mills, que escribió “La imaginación sociológica”, del Fondo de Cultura Económica, en 1986.
Dice que nuestra forma de incidir en la historia de la gente es escribiéndola. Como consecuencia de la crisis de los grandes, y ampliamente compartidos paradigmas historiográficos del siglo XX, el historiador ha venido replegando su voluntad –colectiva y crítica—de progreso, a la aportación individual, y con frecuencia al academicismo, retrocediendo en no pocos casos a las añejas certezas positivistas de que la historia se hace con documentos. Que estemos aquí y ahora volviendo a planear, a principio del siglo, el papel de la voluntad en el devenir de la historia que queremos, no es más que un síntoma-efecto del regreso del historiador como sujeto colectivo.
Nuestra propuesta es que hay que intervenir colectivamente en la transformación de paradigmas que están en marcha: hacer más consciente el proceso de transición de la historiografía del siglo XX a la del siglo XXI. Estamos convencidos de que puede resultar de todo ello un rearme de la historia como proyecto científico y como proyecto social, una recuperación del compromiso del historiador con la disciplina y con la sociedad.
Tres son los paradigmas de la escuela de Annales y del materialismo histórico, que –previa reformulación radical— el nuevo paradigma precisa, según nuestro criterio, para constituirse como tal, para ser hegemónico –y no sólo vanguardista—, para que a través suyo la historia renueve su credibilidad científica y social.
Ciertamente una nueva historia social que asuma el rol de la mentalidad y de la política; del género y del lenguaje; del acontecimiento y del individuo; y que conecte con la historiografía marxista inglesa, sin duda alguna la aportación más sobresaliente de la historia social a la historiografía del siglo XX, paso obligado para algo tan indispensable hoy como volver a estudiar los protagonistas colectivos de la historia.
Sigue siendo imprescindible por consiguiente la historia social, una historia social renovada que, por lo demás, ya está en marcha, a partir de la mejor tradición angloamericana.
Frente al fenómeno de la super especialización y del desmigajamiento de métodos y de temas, estamos asistiendo a un movimiento en sentido contrario –aunque todavía débil— de reunificación de géneros, como ya hemos comentado arriba, al hablar de la propensión de la historia social más que de la historia económica.
El presentismo ambiental, la idea de que el mañana será igual al presente, y que el pasado no interesa, de que la historia llegó a su fin, nos obliga a variar el orden de los factores en la vieja relación pasado-presente-futuro: hay que estudiar el pasado para conquistar el futuro y comprender así mejor el presente, a fin de transformarlo. La crítica esencial al presente es demostrar aquí y ahora, que existe el futuro. Y no se trata de que los historiadores tengan que ser profetas o adivinos, ni siquiera de coadyuvar en una transformación social, sino de algo mucho más simple: ayudar a que el hombre y la mujer de hoy en día vean claro que hay futuros alternativos, que el futuro existe porque existe el pasado. Nosotros lo sabemos mejor que nadie.