Surgió en el sexenio de Luis Echeverría: Érase una vez la Cineteca Nacional

En pleno sexenio de Luis Echeverría, en el espacio que ocupaba uno de los foros de los Estudios Churubusco en Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, se construyó una de las instituciones fundamentales para el impulso de un nuevo cine mexicano y la formación de públicos: la Cineteca Nacional, que incluía dos salas cinematográficas: la Fernando de Fuentes y el Salón Rojo, y otra sala pequeña para la supervisión de cintas, una amplia biblioteca especializada en cine, un área para exposiciones en el lobby central y varias bóvedas que contenían un catálogo inicial de alrededor de dos mil 500 películas.

Érase una vez la Cineteca Nacional

La Cineteca se inauguraba en enero de 1974 con la proyección de El compadre Mendoza (Fernando de Fuentes, 1933), bajo el auspicio del Banco Nacional Cinematográfico con Rodolfo Echeverría, hermano del presidente, al frente y dependiente de la Dirección de Cinematografía, perteneciente entonces a la Secretaría de Gobernación que presidía Mario Moya Palencia y con Hiram García Borja como primer Director de Cineteca.

Hace unas semanas, la Cineteca Nacional culminó las celebraciones de ese medio siglo de existencia con la presentación de un bello y extenso volumen diseñado por David Guerrero Placencia, titulado 50 años de la Cineteca Nacional 1974-2024, coordinado por Catherine Bloch y Jorge Carlos Sánchez, con espléndidos textos de ellos mismos y de catorce autores más de probado cariño a tan exitosa institución, incluyendo el propio director, Alejandro Pelayo, y Nelson Carro, responsable de Difusión y Programación

Una Cineteca personal

Revisar sus historias e imágenes y observar a varios de mis excompañeros, incluyendo una fotografía de la presentación en Cineteca del primer libro que escribí, en agosto de 1996, acompañado del actor Luis Felipe Tovar y de los queridos y finados Sergio González Rodríguez y Gustavo García, me llevan a revivir algunas anécdotas de mi Cineteca personal que se remontan a su año de inauguración.

En 1974, pese a vivir en Coapa, era común que cada semana acudiéramos a los cines del centro histórico y nuestro trayecto obligado era por Calzada de Tlalpan; recuerdo con emoción aquella marquesina vertical que anunciaba, entre otras, la polémica cinta de Stanley Kubrick: Naranja mecánica. En breve, varias de nuestras constantes escapadas al cine serían a la Cineteca. Esos primeros años me remiten a aquellas cintas que mi papá insistía en que viéramos: El nacimiento de una nación, Accattone, El bueno, el malo y el feo, el serial fílmico Joba: la ciudad perdida o el ciclo completo dedicado a Humphrey Bogart, su actor favorito, entre decenas más. A fines de 1975 ingresé al CCH Sur; al no tener trabajo contaba con escaso dinero, apenas lo necesario para transportarme; no obstante, como mi turno escolar era de 7 a 11 de la mañana, me desplazaba diario a la Cineteca. 

El Concurso nacional de géneros en Súper 8

En el ocaso de aquellos años setenta, Cineteca Nacional editaba la notable revista Cine. En junio de 1978, la institución y su publicación convocaron a un curioso Concurso nacional de géneros en Súper 8. No había distinción, y así como se inscribían profesionales de la imagen o casi, también participaron novatos preparatorianos como mi gran amigo desde la primaria, Roberto Correa, hoy cinefotógrafo en Los Ángeles y yo; en ese entonces nos fascinaba realizar peliculitas en 8 y Súper 8 mm. Roberto se aventuró a participar con un ambicioso proyecto escrito y dirigido por él mismo y con mi apoyo en varios rubros, titulado La guerra. Para nosotros aquello fue diversión pura; no obstante, nos tomamos muy en serio ese rodaje en el cerro Zacatepetl, muy cerca del CCH Sur.

El ganador fue un egresado del CUEC, Jorge Acevedo, con el corto documental Mi lucha, que él mismo dirigió, escribió, fotografió y editó, centrado en la vida del joven Ponciano Alvarado, quien de día repartía periódicos y por las noches se subía al ring adoptando la insólita personificación del luchador El Seminarista. En menos de diez minutos, Acevedo sacaba partido de los testimonios del protagonista, del ambiente de las arenas de lucha semiprofesionales y su espectáculo catártico en medio de imágenes de archivo, foto fija y voz en off, que le otorgaban agilidad y una buena estructura dramática. El corto obtuvo el primer lugar y las menciones a Mejor Realizador y Edición, en cuyo jurado se encontraban, entre otros, los críticos Leonardo García Tsao, Nelson Carro y Tomás Pérez Turrent.

Meses después, ya en 1979, la revista Cine publicó un amplio ensayo sobre el concurso titulado Chin Chin El Súper 8, con sarcásticos textos de García Tsao y Antonio Montes de Oca, en el que destrozaron la mayoría de las películas inscritas, entre ellas La guerra: “El argumento no es nada original: dos hombres de bandos enemigos se encuentran, combaten, se hieren a muerte y, en la agonía, descubren que la guerra en la que participaban no tenía sentido, ambos mueren dándose la mano como en A.T.M. Esto no tendría ningún chiste si no hubiese sido realizado en un émulo del jidaigeki japonés (es probable que sea la primera vez que suceda esto en Súper 8) […] El director Roberto Correa se salta ejes en cada corte y comete errores fatales de continuidad […] Da la impresión de que los responsables de La guerra han visto mucho a Leone y no a Kurosawa, pero no lo han asimilado. Sólo así se explica el exceso de manierismos […] la plaga del Súper 8, el maldito zoom, que en este caso es usado y abusado hasta el mareo…”

¿Azar, destino? De espectador a trabajador

En 1980, a los veinte años de edad, estaba por definirse mi futuro profesional sin imaginarlo siquiera. A mediados de aquel año y pese a contar con mi pase automático a la UNAM, apliqué al examen para la carrera de Comunicación Social en la UAM Xochimilco, al tiempo que asistía como oyente a las clases de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. 

Como fuere, un día caminando por las islas de la UNAM me encontré con Clemencia Marín, una chica cálida y agradable que estaba en el grupo de Letras Hispánicas. Por alguna razón hablamos de mi gusto cinéfilo y a botepronto me dijo que fuera a la Cineteca. Le aclaré que para mí era como un segundo hogar y que aprovechaba todos los espacios posibles para asistir. Entonces ella reveló algo que no sólo me tomó desprevenido, sino que acabaría por sacudir por completo mi porvenir e incluso mi existencia entera. Me explicó que a su padre, el Dr. Francisco Marín Galnares, lo acababan de nombrar director de la Cineteca Nacional. ¡Yo no podía creerlo!

Clemencia me mantuvo expectante, durante el tiempo que duró su explicación. Cuando acabó de relatarme todo aquello, de inmediato le dije: “¿Tú crees que tu papá me daría trabajo en Cineteca?” “¿Trabajo, de qué?”, me contestó con una inocencia que me causó ternura… “Tú sabes que amo el cine… Bueno, en realidad no lo sabes. Nunca hablamos mucho. Pero de verdad te lo juro, Clemencia, que el cine es algo muy importante para mí… Perdona que insista pero, ¿podrías preguntarle a tu papá si de casualidad hubiera alguna chamba para mí en Cineteca?” “Hoy mismo le pregunto”, dijo.

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Al día siguiente vi a Clemencia y me comentó: “No tengo buenas noticias.” Sentí un hueco en el estómago. “Mi padre me dijo que no podía ofrecerte algo que valiera la pena. Por una razón: apenas vas a entrar a la universidad y aunque te guste el cine, con la prepa terminada sólo podrían darte trabajo en intendencia.” La interrumpí: “Dile a tu papá que no me incomoda trabajar en intendencia. Mi mamá me enseñó a barrer y a trapear, así que por ese lado no hay problema. Yo feliz de chambear en la Cineteca, no importa de lo que me den.” 

La fascinación por el cine, el poder de la gran pantalla, la atmósfera en la que al oscurecerse la sala el mundo empieza una órbita diferente

Unos días más tarde me encontré a Clemencia y me contó que su papá me recibiría. ¡No podía creerlo! El Dr. Marín fue en suma amable y empático. Platicamos de cine en su amplio despacho y una media hora después mandó llamar a un tal Mario Aguiñaga, a quien le indicó que me sumaría a su equipo. Le agradecí al Dr. Marín y seguí a Mario rumbo a su oficina. Ahí le pregunté si me darían uniforme. Él se extrañó y le dije: “¿No es usted el jefe de Intendencia?” Mario sonrió y me explicó que el suyo era el Departamento de Programación, donde yo empezaría a elaborar sinopsis, fichas técnicas, pequeños textos y más. A ese departamento lo integraban sólo Aguiñaga, Alejandro Reza, Leonardo García Tsao, Chayito Xibillé, su secretaria, y Pedro Gudiño, chófer. Me presenté en Banamex para renunciar a un puesto que nunca tuve, me aceptaron en la UAM y mi vida dio un nuevo giro en aquella Cineteca, en la que trabajé por nueve años.

Mi agradecimiento para Clemencia, el Dr. Marín, Mario Aguiñaga y Cineteca Nacional: yo fui uno de esos espectadores que formaron en estos 50 años.

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