Todo por un Oscar

Bemol sostenido

Por: Alonso Arreola

Tarde o temprano veríamos Maestro, película producida, escrita, dirigida y protagonizada por Bradley Cooper. (Sí, todo eso, durante seis años, dice.) Por si fuera poco, es el propio actor quien “toca” el piano en un par de escenas, aunque con audios prestados. Con ello alimenta la idea del “merecimiento”. Eso de: “hasta tocó de verdad”; como le pasó cuando “hasta cantó” con Lady Gaga en Ha nacido una estrella, su debut dirigiendo. En fin. Tarde o temprano, también, escribiríamos sobre esta aproximación biográfica, porque trata de un director de orquesta que admiramos: Leonard Bernstein.

Inicialmente nos resistimos por dos malas costumbres hollywoodenses, aquí presentes. Primera: huir de una posteridad fincada en atributos físicos (lo que a veces se agradece). Segunda: elegir personajes con exigencias de maquillaje y movimiento corporal mientras se fuerza la complejidad emocional, sexual, artística, social… Todo por un Oscar. Y llegados aquí debemos alertarle, lectora, lector. Adelantaremos asuntos de la trama. Lea bajo su responsabilidad.

Burdo es el desarrollo amoroso entre Leonard y la actriz Felicia Montealegre. No sólo altera la verdad histórica; su aceleración es ridícula. Exhibe la prisa por llegar al drama sin justificar éxito, hijos o la construcción de sus influencias. ¿Dijimos drama? En la primera mitad no hay nudo alguno. Apenas un brevísimo y confuso llanto en Central Park. No más. Y sobre el trabajo musical, nada medianamente relevante.

Digamos que la película pasa de blanco y negro a colores sin que a Bernstein se le vea en ensayos o en situaciones artísticas notables. Una decepción que empeora con deslices homosexuales a los que se les da demasiada importancia, máxime cuando al arranque vemos a quien parece aceptarse sin conflictos. Fuera de foco es, además, la apuesta por exacerbar el hábito a los cigarros. Ese solo rasgo le impide a Cooper alcanzar un nivel decente, pues queda anclado en el estatismo soso y en manierismos de poca flexibilidad.

Ahora bien, aunque su edición es eficiente y la música maravillosa (del propio Bernstein), la fotografía termina siendo caótica pese a su entusiasmo inicial. Igualmente, reconocemos un acierto fugaz en el coqueteo con el teatro musical, pero faltan gracia y destreza. Dicho esto, la “desgracia” evoluciona incongruentemente, tan boba como la filosofía de nuestro personaje al reflexionar sobre la soledad o su necesidad musical. El guión es malísimo.

Han debido pasar cincuenta y siete minutos para llegar a un “ensayo” con coro. Vemos poco del Bernstein apasionado que exagera su batuta mientras toma el mando espiritual de los músicos que se le prestan. Está claro que el “gran momento” del maestro se reserva para cuando Cooper caricaturiza la legendaria actuación de Bernstein con la sinfónica de Londres, sobre la Segunda sinfonía de Mahler, en 1974. Es triste. Allí donde el actor vio la victoria escénica, el verdadero Leonard se sintió extenuado por su escalada hacia la rendición.

Mientras ese momento llega, sin embargo, volvemos a las indiscreciones sexuales; a sus disertaciones sobre los celos profesionales; al seno de una familia común, incluso con la sazón de Felicia tirándose vestida a la alberca por el dolor del amor compartido. Un gesto que Carey Mulligan no necesitaba. Su trabajo es muy superior al de Cooper.

Lo peor nos parece la discusión de la pareja durante el día de Acción de Gracias. El odio que la impulsa aparece sin haber sido erigido. Y así se va el resto del hilo. Separación. Enfermedad. Muerte de ella. Solidaridad, culpa, luto y libertinaje de él. Todo en síncopa precaria. Mal. Y es que parece que Cooper no entendió esa parte del epígrafe que eligió: “Una obra de arte no brinda respuestas. Las provoca.” Ahórrese tiempo, dinero y coraje. Busque al Bernstein real en internet. Es maravilloso, diverso. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.