Bolero, patrimonio cultural e inmaterial
No es un premio otorgado por comité o jurado alguno. No es una denominación de origen, como pasa con el champán o el tequila. No es una certificación para producir o promover suvenires, inmuebles o productos. Nada de eso, lectora, lector.
No es una certificación para producir o promover suvenires
Se trata de un nombramiento. Una inscripción amorosa que requiere años de papeleo e investigación. Una justificación fundada para que ese importante y subestimado organismo internacional llamado UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), sume un resultado a su acervo y proclame que el ser humano se dio cuenta de nuevo: una de sus creaciones podría brillar en la noche de los tiempos si ‒aquí lo importante‒ logra mantenerse viva. ¿De qué hablamos?
“Te seguiré hasta el fin de este mundo;/ te seguiré con este amor profundo;/ sólo a ti entregaré el corazón,/ mi cariño y mi fe;/ y por nada ni nadie en el mundo/ te olvidaré”.
Así es. Nos referimos al bolero, no como un género musical sino como una práctica cultural finalmente reconocida en la lista representativa de los llamados PCI’s (Patrimonios Culturales Inmateriales) que para la humanidad, en voz de la propia UNESCO, resulta importante reconocer y mantener vivos.
Danzas, lenguas, ritos, técnicas artesanales o tipos de siembra; costumbres provenientes de todo rincón del orbe, hoy cuentan con un registro como bienes intangibles (según dirían los anglosajones), lo que “idealmente” les brinda apoyo y exposición para prolongar su sana existencia. Una idea necesaria y encomiable que, a decir verdad, sólo puede cumplir su cometido si el ecosistema inmediato reconoce y replantea leyes, usos, equidad. Esto es: si la comunidad los utiliza en su cotidianidad y si las autoridades políticas los valoran.
Dicho ello, luego de casi una década de trabajo según contara durante una charla ocurrida en la Fonoteca Nacional la investigadora Cecilia Margaona (principal integradora del expediente), el bolero quedó inscrito con rigor en ese compendio que se le mostrará a los extraterrestres cuando lleguen y nos pregunten por las cosas buenas de nuestra especie.
La lúcida y empeñosa Cecilia es, además, fundadora del Instituto Bolero México (¿sabía que existía tal asociación?), oficina toral en el desarrollo y acción de las metodologías que conquistaron lo que hoy celebramos. El repertorio, el cancionero por el que incontables nombres de Cuba y de México navegan exponiendo un sentimiento exacerbado. Plumas y voces como las de Bola de Nieve, Guty Cárdenas, Benny Moré, Los Panchos, César Portillo de la Luz, Agustín Lara y tantos más, todos contribuyentes a la educación sentimental de Hispanoamérica.
Es por ellos y por otros compositores, arreglistas, autores, ejecutantes e intérpretes que, según reza el documento oficial de la UNESCO, el bolero cumple como “identidad, emoción y poesía convertidas en canción”. Un atinado título al que protege un ejército de musicólogos y etnomusicólogos, antropólogos, herederos, gestores, comunicadores, portadores y salvaguardias (no salvaguardas), dispuestos a dar la lucha para que no se extinga, para que crezca, para que se enfrente y fusione con los géneros que hoy lideran las listas de popularidad. (¿Se imagina el estado actual del bolero sin los Romances de Luis Miguel?).
En tal contexto resulta increíble que se hable, cada vez con mayor fuerza, de la posible desaparición de la Fonoteca Nacional, cuna de este logro. Ojalá que la nueva Secretaría de Cultura, a cargo de una melómana y productora musical de cepa, pueda proteger este maravilloso y necesario espacio que apenas en 2023 cumplió sus primeros quince años de vida. Mientras tanto pongamos a sonar un par de boleros; volvamos a su poderosa inocencia nocturna, terminada la estridencia del sol. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.
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