Niños trabajando

Con singular alegría

Ayer apenas vi que en la hermosa avenida, alguna vez la más bonita de Toluca, Paseo Xinantécatl, enfrente de la UAEMéx, se bajaban de un taxi, –así, todos apretujados– ocho niños y una mujer. Me sorprendieron. Pero más me llamó la atención, que se los fueran poniendo poquito a poquito en cada una de las esquinas de ese lugar verdaderamente estratégico, porque enfrente está el Tribunal Electoral, y el Sanatorio Florencia. Yo estaba en un cajero, en la otra esquina, y podía ver todo lo que pasaba.

Estos niños, de entre cinco y diez añitos, estaban, desde las 9 de la mañana, con un frío atroz, y algunos verdaderamente desarrapados. A esa edad, los pusieron a trabajar. Porque pedir limosna a todos los carros que pasan, y a algunos camiones que ni los alcanzan a ver, es de verdad, estar trabajando. 

Yo recuerdo muy bien que a María Elena Salgado Montecinos, la ex directora del DIF en el tiempo de Ignacio Pichardo, y a su comunicadora social, yo, nos dolía el corazón ver a muchos chiquitos en la noche, de la misma manera, y nos los llevábamos a los albergues de la institución que ella manejaba. Yo nunca podría entender cómo unos padres pueden tenerlos pidiendo limosna desde tan pequeños. 

O a nuestras indígenas, las mazahuas, que vienen a un lugar que no es el campo, que no conocen ni entienden su idioma, y traen a los chiquitos todos-todos juntos, y ellas cargándoles en la espalda a su más pequeño, con sus prodigiosos y hermosos, raídos y viejos rebozos, que tendrán toda una vida. 

Y me puse a pensar en serio, qué se puede hacer. Lo mínimo que deben hacer es tener que ir a su escuela. A la primaria. Es gratuita, con libros de texto viejos que según invocan al neoliberalismo; o con los nuevos que saldrán apoyando a la 4T. 

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Se me estruja el corazón y ya no sé ni qué decir. Pero cuando leo que 86.9 millones de mexicanos como yo, como usted, que han nacido en este suelo, en esta bendita tierra, tienen alguna carencia social importante: que no cuentan con educación, ni salud, ni vivienda, ni empleo, ni agua, luz, gas, teléfono, transporte, ni co-mi-da… no tengo ya nada que argumentar. He visto a los señores y a sus compañeras ir a sacar comida de los basureros, ¡para darles de comer a sus hijos!, y se me parte el alma. ¿Es que ya somos muchos? ¿Es que no tenemos cómo ayudarlos?

Miles de gordos en este país, clasificado como el más obeso del mundo, y casi 90 millones de paisanos partiéndose la vida para poder comer una vez al día. Y el contraste: treinta y cinco compatriotas mega-millonarios y el hombre más rico ¡del mundo!, también son mexicanos. 

¿Qué clase de valores, de virtudes, de religión o de cultura podemos darles o pedirles a estas personas, o cómo juzgarlas, si no tienen otra posibilidad sino de drogarse, delinquir, abandonar a sus hijos o tirarse al metro para mal morir?

Y por supuesto que no las estoy avalando. Necesitaría ser una estúpida. Pero sí las estoy comprendiendo. Porque es muy cómodo vivir en la inteligencia, cultura, fortaleza, limpieza, con la luz y el brillo del santo sol; con agüita caliente, luz, gas, bosques, prados, flores y frutas; con una maestría o doctorado; yendo a Yale o a Harvard, o de perdida al INAP o a la Panamericana a estudiar lo que ya no debemos hacer más…los administradores públicos, porque hasta ahorita no la hemos hecho. Y a las pruebas me remito.

Esta sociedad es ahora más heterogénea, lo cual implica que tiene un mayor conocimiento del entorno social. El crecimiento poblacional genera nuevas demandas sociales y de diversos tipos, las cuales requieren ser solucionadas en su momento. La vieja fórmula empleada por muchos años, de dejar pasar el tiempo para que las cosas se olviden, ya no resulta funcional hoy. Como la sociedad ha evolucionado, ampliando su radio de acción y participación, demanda en este momento un gobierno abierto y de rápidos reflejos, capaz de romper sus propios récords en la solución y propuesta de alternativas viables que logren el consenso general de las mayorías.

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