Turistificación sonora

Finalmente sucedió. Lo anticipamos hace años cuando hablábamos del impacto del turismo en culturas locales que, poco a poco y dólar de por medio, se doblegan al mandato del visitante. Y claro, tenía que pasar en México y, sí, debía ser con ciudadanos estadounidenses. Digamos que el escenario estaba puesto para que, tarde o temprano, ocurriera la tormenta perfecta. ¿Ha visto las noticias a propósito de la lucha de hoteleros de Mazatlán contra los músicos de banda que tocan en la playa?

En esa vieja disputa la gota del vaso se derramó cuando un grupo de turistas estadounidenses se disponía a escuchar la presentación de un guitarrista acústico en la terraza de su hotel. Mientras el intérprete intentaba llegar a un arpegio tenue, pianísimo (propio de una sala para recitales donde toser es mal visto), a pocos metros de distancia, en la arena pública donde una familia ajena al establecimiento festejaba frente al mar, explotó el estruendo de una banda típica de Sinaloa.

Las imágenes son francamente cómicas, a la vez que complejas. Quien graba tiene el acierto de girar a uno y otro lado, marcando involuntariamente la delgada pero profunda división entre ambas congregaciones. Encendida la mecha, lo que acrecentó la magnitud de esta bomba, empero, fueron las declaraciones del empresario afectado: “Los músicos de banda son un escándalo –dijo–. Un desastre en las playas mazatlecas.”

Luego de la andanada de críticas en su contra, otros hoteleros reaccionaron prohibiendo a sus propios clientes la contratación de bandas. Ello trajo protestas y enfrentamientos entre la policía municipal y los trabajadores de la música, a quienes se les impusieron nuevas normas en pocas horas. Alcanzar una verdadera regulación entre autoridades del gobierno estatal, el sector turístico y el sindicato de músicos, sin embargo, no será tarea fácil. Para empezar, el mentado sindicato no tiene la representación que se supone. Por ello está tratando de bloquear a conjuntos que no sean locales, lo que supone un freno en los intercambios y movimientos musicales que tradicionalmente ocurren en temporadas vacacionales como la de Semana Santa.

También se está avanzando en el proceso de registrar a todos los instrumentistas dándoles gafetes, esto con el fin de restringirlos en zonas y horarios. Ello nos impone preguntas fundamentales: ¿Qué es el espacio público? ¿Hasta dónde hay libertad sonora? ¿Cuándo la música se vuelve ruido? ¿Qué diferencias hay entre el grupo de músicos que interpreta repertorios tradicionales y quienes usan una bocina gigante para elevar cualquier otro género de moda? ¿Tienen las autoridades asesoramiento y disposición para una correcta medición por decibeles? Asimismo, hay otro tipo de reflexiones que nos animan a escribir hoy, lectora, lector.

Hay quienes señalan ciudades como Londres o París, ejemplos eficientes de la regulación musical en espacios públicos. Pero ello no es pertinente cuando pensamos en la tradición y cultura de latitudes como, precisamente, Mazatlán, Sinaloa. Dejando a un lado la discusión sobre el volumen y el respeto social, con lo que estamos de acuerdo, hablamos de un sitio cuyos rasgos sonoros no deberían verse limitados por una estética violenta y colonizadora. De eso no se está hablando lo suficiente.

Lo que vemos en el video del hotel, y luego en el de su dueño, es el desdén por una clase distinta. Por sus costumbres. Los antecedentes de esa lucha carecieron de la sensibilidad y la diplomacia fina que hoy siguen ausentes. El resultado legal será emblemático para lo que ocurra luego en otras partes del país, así como en ciudades, alcaldías o colonias que ya no ven a los músicos como reflejos de una cultura compartida, sino como heraldos del ruido. Una tristeza en la que mucho tienen que ver los mecanismos de consumo sonoroso y la homogeneización de una realidad que se achata en favor del dinero.

Estemos atentos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos

@Escribajista